El padelito: una crisis sin resolver
Vaya Fauna (I)
A España no ha llegado el fentanilo, pero sí el pádel, que ha roto igualmente familias, amistades, matrimonios y hasta relaciones
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Iniciar sesiónA España no ha llegado el fentanilo, pero sí el pádel, que ha roto igualmente familias, amistades, matrimonios y hasta relaciones abiertas, según cuentan las crónicas de autobús. Como con el fentanilo, tenemos el mismo problema: ¿cómo llamamos a estos adictos? ¿Padeleros, padelistas, padelers? ¿ ... Padelmans? ¿Padelbros? De momento, y a falta del veredicto de la RAE, solo ha cuajado el despectivo, padelitos, y yo no sé por qué pero no puedo dejar de pensar en Morata, que como Casillas vino al mundo a hacer historia, además de deporte, y nos da tantas alegrías. Detrás de cada hombre que agarra una pala por primera vez hay una crisis de los treinta, o los cuarenta, sin resolver, y una búsqueda desesperada de la ilusión: otra vez vuelven a ser niños y sueñan con el cielo, o sea, con el olimpo, y se plantan el domingo en la pista de la urbanización con la seriedad de un profesional, y luego comentan la jugada en la comida, familiar o no, y el martes van a clase para mejorar su revés, y los jueves, si salen a tiempo del trabajo, juegan con alguien gracias a Playtomic, una app que los junta como jugadores o lo que surja, aunque al final lo que surge es una inflamación en el Aquiles y la cita soñada acaba siendo con el fisioterapeuta. Están saturados, los pobres.
El pádel llegó a España en los noventa por la Costa del Sol, y para jugar había que tener dinero o un amigo que te colara en el club: ahora solo hace falta tiempo. Entonces el pádel era Aznar, y se repetían historias de sus partidos con Pedro Jota o Juan Villalonga, y parecía que entre bola y bola se jugaba el futuro del país, aunque seguramente lo que se jugaba era quién pagaba la comida de después, porque la verdad siempre es más llana, aunque no más triste. Ese pádel tenía que ver con el squash, en paz descanse, y era cosa de pijos o de borjamaris, en paz descansen también, o de gente importante. La cosa fue cambiando según las palas se abarataban, y de la pandemia no salimos mejores pero sí más aburridos, y había que hacer cosas, y de pronto, sin darnos cuenta, España se convirtió en una potencia mundial del pádel, y ya no hay alcalde que no quiera inaugurar una nueva pista en el pueblo, y no tardarán mucho en enseñarlo en los colegios. En la red se rozan suegros, primos, padres, abuelos, hijos, amantes, exmujeres, etcétera, aunque solo unos pocos elegidos son verdaderos padelitos. Son los que dicen: «Lo bueno del pádel es que es muy fácil aprender lo básico y ponerse a jugar. Pero ojo, que la curva de aprendizaje es una meseta».
Hubo un tiempo en el que la crisis de la mediana edad se solucionaba con la pachanga de los sábados, que era una ceremonia del envejecimiento sin vergüenza, muy body positive, donde las barrigas colgaban orgullosas por debajo de la camiseta de JB y la victoria de verdad era no acabar en el hospital, y el motivo del deporte eran las cañas de después, y la cena de navidad, y la de fin de temporada, y la de primavera, y así. Pero esos tiempos han cambiado y hoy apenas se juega porque se compite, y en parte esto es culpa de Decathlon, que ha uniformado a todo dios, y de ahí no puede salir nada bueno, como nos enseñó el siglo XX. Antes había una clase media aspiracional; hoy a lo que se aspira es a la competición, que es una forma de mantener callada la conciencia y de saciar la sed de realización personal, tan cruel, tan nuestra. Pascal dijo que la infelicidad del ser humano venía de que no podemos estar quietos en una habitación: cuánta razón tenía. O estamos con el móvil o estamos sudando. Y quieren que dejemos de fumar.
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