Cómo Herschel tropezó con el mundo infrarrojo
Ciencia por serendipia
El descubrimiento de la luz infrarroja fue, en cierto sentido, un accidente afortunado. Herschel, maravillado, comprendió que debía existir una forma de 'luz' que nuestros ojos no podían ver, pero que sí podía sentirse como calor
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Nos encontramos en Inglaterra a principios del siglo XIX. El aire es húmedo, las casas aún se iluminan con velas y el mundo de la ciencia está lleno de misterios por resolver. En una pequeña ciudad llamada Bath vive un hombre curioso, apasionado por la ... astronomía y la música: Sir William Herschel.
Herschel nació en Hannover en 1738, en el seno de una familia de músicos. Su padre era director de la banda militar y el joven William aprendió a tocar el oboe, el violín y el órgano. De hecho, antes de mirar al cielo, Herschel se ganaba la vida como músico profesional y llegó a componer nada menos que veinticuatro sinfonías, además de numerosas piezas religiosas y conciertos. Su carrera como músico fue tan seria que, durante años, fue organista en la ciudad de Bath y director de la orquesta de un famoso balneario de moda.
El experimento de los colores
Ordenado en la música, pero caótico en la ciencia, el hombre que dirigía orquestas con precisión milimétrica y tocaba el órgano con una disciplina casi militar, convertía su laboratorio en un auténtico campo de batalla de instrumentos, espejos, papeles y experimentos a medio terminar.
En 1800 se obsesionó con la luz del sol. Quería saber por qué diferentes colores de la luz solar parecían calentar más o menos. ¿Era el azul más cálido que el rojo? ¿O era el violeta el que escondía más energía? Para averiguarlo Herschel diseñó un experimento sencillo pero ingenioso: hizo pasar la luz solar a través de un prisma, descomponiéndola en un hermoso arco iris sobre una mesa.
A continuación, colocó termómetros en diferentes zonas de ese espectro de colores, midiendo la temperatura de cada uno. Era un experimento meticuloso, casi aburrido, si no fuera porque Herschel tenía la costumbre de dejarse llevar por la curiosidad. Y aquí es donde el azar, ese compañero inesperado de los grandes descubrimientos, hizo su entrada triunfal.
El termómetro fuera de lugar
Mientras Herschel movía los termómetros de un color a otro, notó algo extraño. Por pura casualidad, uno de los termómetros quedó fuera del espectro visible, en una zona donde, aparentemente, no había luz. Era el área justo más allá del rojo, donde el ojo humano ya no distingue color alguno. ¿Qué sentido tenía medir la temperatura allí? Ninguno, pero a pesar de todo decidió hacerlo.
Y entonces ocurrió lo inesperado: el termómetro situado fuera del arco iris, en esa zona «oscura», marcaba una temperatura aún más alta que los termómetros colocados en cualquier color visible. ¿Cómo era posible? ¿Había algún error? Herschel repitió el experimento una y otra vez, cambiando los termómetros de lugar, asegurándose de que no hubiera corrientes de aire ni otros factores que alteraran el resultado. Pero no: la zona invisible más allá del rojo calentaba más que cualquier color visible.
El nacimiento de lo invisible
El descubrimiento de la luz infrarroja fue, en cierto sentido, un accidente afortunado. Herschel, maravillado, comprendió que debía existir una forma de «luz» que nuestros ojos no podían ver, pero que sí podía sentirse como calor. Había encontrado una ventana a un mundo invisible, una puerta abierta a nuevas formas de entender el universo.
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La noticia se propagó rápido entre los científicos de la época. Algunos dudaron, otros repitieron el experimento y confirmaron los resultados. Pronto, la idea de que existía «luz invisible» más allá del rojo se convirtió en una verdad aceptada. El azar, una vez más, había jugado su papel en el avance de la ciencia.
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