Nubes, uranio y fortuna: la radiactividad, el accidente científico que cambió el siglo XX
ciencia por serendipia
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Antoine Henri Becquerel (1852-1908) no era precisamente un don nadie en el mundo científico. Nacido en 1852 en París, pertenecía a una auténtica dinastía de físicos. Su abuelo, Antoine César Becquerel, había sido pionero en electroquímica, y su padre, Alexandre-Edmond, un experto en ... fosforescencia y luminiscencia. Si existiera la nobleza científica, los Becquerel tendrían su propio escudo de armas, probablemente decorado con probetas brillantes y fórmulas matemáticas.
Henri, siguiendo la tradición familiar, se había especializado en el estudio de la fluorescencia, ese fenómeno por el cual ciertos materiales absorben luz y luego la emiten. Si alguna vez han estado en una discoteca con luces ultravioleta y ha visto cómo resplandecen ciertas prendas de ropa o los dientes de ese amigo con sonrisa demasiado perfecta, ya saben de lo que hablamos.
Lo curioso es que Henri Becquerel no estaba buscando la radiactividad. De hecho, ni siquiera existía tal concepto cuando él hizo su descubrimiento. Estaba interesado en los rayos X que Wilhelm Röntgen acababa de descubrir en 1895, causando una auténtica revolución científica y un pánico generalizado entre las personas pudorosas, que temían que alguien pudiera ver a través de sus ropas.
El experimento que salió mal
Los rayos X habían dejado a la comunidad científica en un estado de excitación comparable al de un niño ante una tienda de caramelos. Becquerel, como buen científico, no podía quedarse de brazos cruzados. Tenía una teoría: quizás la fosforescencia -esa luz que algunos materiales emiten después de ser expuestos al sol- estaba relacionada con los rayos X.
Para poner a prueba su hipótesis diseñó un experimento aparentemente sencillo. Colocó cristales de sulfato doble de uranio y potasio sobre placas fotográficas envueltas en papel negro. La idea era exponer los cristales al sol, dejando que se volvieran fosforescentes, y luego comprobar si esa fosforescencia podía atravesar el papel negro e impresionar las placas fotográficas, como hacían los rayos X.
El experimento parecía funcionar: después de exponer los cristales al sol y colocarlos sobre las placas fotográficas, estas mostraban siluetas de los cristales cuando eran reveladas. ¡Eureka! Becquerel pensó que había encontrado la conexión entre la fosforescencia y los rayos X.
Pero entonces ocurrió algo que solo puede describirse como una combinación de serendipia y mal tiempo. Y es que estaba en París, en febrero de 1896. Allí el clima era tan gris y deprimente como solo la capital gala puede serlo en invierno. Becquerel había preparado su experimento, pero el sol se negaba a colaborar. Durante varios días, las nubes cubrieron la ciudad como una manta de pesimismo meteorológico. Becquerel, frustrado, guardó sus cristales y placas fotográficas en un cajón oscuro, esperando días más luminosos.
Cuando finalmente decidió revelar esas placas 'inútiles' esperaba encontrarlas vírgenes o con marcas muy débiles. Para su sorpresa las placas mostraban imágenes nítidas de los cristales. Los cristales habían impresionado las placas sin haber sido expuestos al sol.
En ese momento, cualquier científico mediocre habría pensado: «Vaya, debo haber cometido un error en el experimento». Pero Becquerel no era un científico cualquiera. Su mente privilegiada hizo clic: si los cristales emitían radiaciones sin haber sido expuestos al sol, eso significaba que la fosforescencia no tenía nada que ver con el fenómeno. Los cristales de uranio emitían radiaciones por sí mismos, de manera espontánea.
En un acto de brillantez científica repitió el experimento varias veces, colocando objetos metálicos entre los cristales y las placas fotográficas. Las siluetas de estos objetos aparecían en las placas, confirmando que los cristales emitían algún tipo de radiación invisible y penetrante. Sin saberlo, Becquerel acababa de descubrir la radiactividad natural, un fenómeno que revolucionaría la física y, eventualmente, cambiaría el curso de la historia humana.
La indiferencia, esa vieja conocida de los genios
La comunidad científica recibió su hallazgo con cero entusiasmo. Y es que los rayos X eran mucho más espectaculares: podían mostrar los huesos bajo la piel. En comparación, ¿qué ofrecían las radiaciones de Becquerel? Algunas manchas en placas fotográficas.
Durante casi dos años el descubrimiento de Becquerel permaneció como una curiosidad científica, un fenómeno interesante pero aparentemente sin aplicaciones prácticas. El propio Becquerel siguió investigando, pero incluso él parecía no comprender plenamente la magnitud de lo que había encontrado.
Sin embargo, hoy, más de 125 años después del descubrimiento de Becquerel, la radiactividad sigue siendo un campo activo de investigación, con aplicaciones que van desde la medicina nuclear hasta la datación arqueológica, pasando por la generación de energía. Los isótopos radiactivos se utilizan para diagnosticar y tratar enfermedades, para rastrear procesos biológicos, para determinar la edad de fósiles y artefactos antiguos, y para generar electricidad que alimenta ciudades enteras.
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La radiactividad también sigue siendo una fuente de preocupación. Accidentes como los de Chernóbil y Fukushima nos recuerdan los peligros de la energía nuclear mal gestionada, y la proliferación de armas nucleares sigue siendo una de las mayores amenazas para la humanidad. Pero quizás el legado más importante del descubrimiento accidental de Becquerel sea cómo transformó nuestra comprensión del universo. Reveló que bajo la aparente estabilidad de la materia se esconde un bullicio constante de partículas en desintegración y transformación. La radiactividad nos mostró que la naturaleza es más rica, más compleja y más extraña de lo que habíamos imaginado.
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