Por qué este infierno salvaje y peligroso, nada acogedor, es la mejor playa de Europa
La playa de Reynisfjara, en Islandia, está catalogada entre las más peligrosas del mundo, lo que no resta un ápice a sus atractivos y a ser considerada la mejor del año por los usuarios de TripAdvisor
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Javier Jayme
Cuando pensamos en las playas como destino de vacaciones, el arquetipo consistente en una ancha y dorada ceja arenosa bañada por cálidas olas de risueñas transparencias, orlada de palmeras y bajo un sol tropical acariciante se impone de inmediato con patente de exclusividad. ... O se imponía. Porque hoy el discurso admite variantes hace un tiempo insólitas, de las que Reynisfjara, en el sur de Islandia, es un ejemplo cabal. No por nada es considerada por los usuarios de TripAdvisor, la mayor web de viajes del mundo, como la mejor playa de Europa del año en curso. Y aún más: en 1991, más de tres décadas antes, National Geographic la tenía ya incluida entre las 10 no tropicales más hermosas del Globo.
Si bien, hasta aquí, nada provoca especial asombro, éste surge a raudales al establecer comparaciones. En el clásico y ya citado arquetipo todo es sosiego y armonía: líneas, colores, sonidos, ritmos… un modelo que Reynisfjara rechaza de plano. A las playas de los trópicos las sientes cercanas, confortadoras, como el abrazo de un amigo. A Reynisfjara, no; su aspecto es salvaje, ciclópeo, agresivo con matices siniestros. No es lo que se dice acogedora. Y menos aún luminosa. Su cielo boreal acusa un blanco lechoso casi todo el año; e incluso cuando sale el sol su brillo se esparce mortecino, como a medio hacer, sobre unas arenas de guijos basálticos negras como la pez. Produce una sensación de irrealidad, de vaporosas transparencias suspendidas sobre una tierra remota e inacabada, también a medio hacer. A todo lo cual añade un factor inquietante y, a mayor consideración, inadmisible para una enorme mayoría: su alta peligrosidad, con un oleaje batiente y vientos azarosos que proscriben el bañador, la toalla y la sombrilla en aras del forro polar, el chubasquero y el calzado necesario para senderear -y también trepar- riscos y farallones.
Razones de su popularidad
¿Por qué, entonces, su encumbrada popularidad? ¿En dónde residen sus encantos? Porque, desde luego, los tiene. Pero para descubrirlos se precisa interiorizarlos, esto es, sustituir el chip de los amables panoramas de tarjeta postal, fáciles de asimilar, por el de una naturaleza, la de Islandia que, aun cuando la tecnología ha transformado los viajes posibilitándonos un acceso cómodo y exento de peligros a los lugares más aislados y recónditos, sigue siendo lo que siempre ha sido: anárquica, desmedida, aplastante, vigorosa y -¡todavía!- indómita. Y en esto se resuelven sus paisajes: glaciares caóticos, cataratas superlativas, abismales fiordos, volcanes apocalípticos, géiseres, fumarolas y ríos de lava petrificada en medio de vastas extensiones despobladas. Reynisfjara y sus aledaños no son otra cosa que el resultado y el compendio de toda esta geología desnuda, en la cual, superando clichés, somos libres de objetivar la idea de lo espectacular, lo admirable y lo maravilloso. ¿Una analogía? La revolución que introdujo Adolfo Domínguez en el mundo de la moda con su ocurrente postulado, el de 'a arruga es bella'.
Cementerio de barcos
Si abordamos Reynisfjara por su extremo oriental, lo primero que nos llama la atención son los islotes de Reynisdrangar, tres puntiagudos pitones rocosos que sobresalen del mar casi 70 m. a poca distancia de la orilla, cuya lóbrega estampa es hoy motivo de embeleso para quienes acuden a contemplarlos, en tanto que antaño los habitantes de la zona no veían en ellos otra cosa que a tres ominosos y mudos testigos de ahogamientos y naufragios, antesala de las calderas de Pedro Botero y síntesis de los paisajes infernales, más aún si -como en este caso- estaban aureolados de tragedias.
De hecho, las costas del sureste de Islandia constituyen uno de los grandes cementerios de barcos de Europa. A lo largo del siglo XX, se tiene constancia de siete navíos encallados en las playas que se extienden entre los acantilados de Reynisfjall y Hjörleifshöfôy, el último de ellos el del buque islandés Mars, en fecha tan cercana como 1970. Y es imposible precisar cuántos más yacen por las proximidades en el fondo del océano. A veces, la tripulación lograba ser rescatada y si el cargamento era accesible, los lugareños lo calificaban de buen naufragio. Comprensiblemente, ya que tales cargamentos consistían a menudo en productos como vino, café y materiales de construcción, insustituibles tesoros para los dueños de las granjas adyacentes.
Pero la singularidad, en Reynisfjara, tiene nombre propio: Hálsanef. Este caótico apretujamiento de centenares de prismas basálticos es una muestra magnánima de la asombrosa versatilidad de la Madre Naturaleza. Formaciones de este tipo –claro que no demasiadas- se reparten por el mundo, correspondiendo la palma de la celebridad a este respecto a la Calzada de los Gigantes, en Irlanda del Norte. En el caso que nos ocupa, la acción marina ha suavizado las aristas del conglomerado de pilares hexagonales, cuyos bloques escalonados permanecen hoy expuestos a las miradas -y a las trepadas temerarias- del aluvión de visitantes anuales.
La ola repentina
Porque resulta que Hálsanef forma una cuña rocosa avanzada sobre la playa cuya base cubre la marea alta, volviendo inaccesible el acceso al otro costado de la arena en ambas direcciones hasta que las aguas se retiran. Lo cual puede durar horas. Un ejercicio de paciencia que no se aviene con quienes deciden engarabitarse hasta un corredor natural y exento formado por las propias columnas unos metros más arriba, salvando así el escollo. Al actuar de esta manera demuestran no haber leído -o no haberse dado por aludidos- los carteles que advierten de forma gráfica, con dibujos explícitos, sobre la ola repentina, cuya aparición es impredecible. Se presenta sin avisar, elevándose como una gorgona enfurecida para penetrar en la costa 20-30 m más allá que las olas normales y arrastrar todo lo que pilla por delante y sea incapaz de resistírsele en su retroceso mar adentro, de donde nunca lo devuelve. Aquí y allá, otros rótulos dan noticia de alguna desaparición reciente, la de quien ya jamás tendrá ocasión de leerlos. Pocos dudan de que Reynisfjara es la playa más célebre de Islandia en la actualidad; pero, más que nunca, asimilar sus pregonadas maravillas demanda en ocasiones un tributo mortal.
Contigua a Hálsanef se abre en el acantilado su cueva (Hálsanefshellir), con libre acceso desde la playa y la misma recomendación de abstenerse de visitarla con la marea alta, que solo alcanza a lamer su entrada, mientras que la ola repentina irrumpe en su interior con total arbitrariedad. Más allá, siempre hacia el oeste, las límpidas arenas negras de Reynisfjara se prolongan en abierta media luna, invitándonos a un largo y gratificante paseo con recuperadas dosis de soledad, toda vez que el menú principal quedó servido a nuestras espaldas y, sin postre que catar, cada metro que se avanza representa mayor lejanía del aparcamiento, circunstancia que retrae notoriamente la invasión turística.
Un farallón de 120 metros de altura
La guinda habitual de esta tarta islandesa confeccionada con los triturados cantos basálticos de Reynisfjara la pone el promontorio de Dyrhólaey, aledaño por su extremo occidental, con su conjunto de acantilados, de los cuales la estrella paisajística indiscutible es el farallón de 120 m de altura perforado por la base en sendos arcos, el mayor de los cuales es de un tamaño tal que puede ser atravesado por embarcaciones menores y avionetas. Su crestón, aunque afilado, no impide su recorrido a pie, a menos que el viandante sufra de vértigo. En cualquier caso, es una travesía expuesta, lo cual no desanima a los adeptos al riesgo, pese a que la Agencia del Medio Ambiente de Islandia no se cansa de colocar paneles de advertencia que recogen los percances más recientes: deslizamientos de fajas en los acantilados, caídas de rocas sobre la playa o el surgimiento de nuevas grietas a ambos lados del desafiante farallón.
Dyrhólaey es una reserva natural protegida, una zona de reproducción de cientos y cientos de aves boreales que nidifican en estas costas entre mayo y junio. Junto al gaviotín ártico y el págalo grande hace acto de presencia el ave nacional islandesa: el simpático frailecillo, que en Dyrhólaey establece una de las mayores colonias del país. Hace un par de décadas no había restricciones para acercarse a ellos, pero la actual masificación turística ha obligado a las autoridades a cerrar a cal y canto la reserva durante el tiempo de cría.
Corolario: nuestro tiempo tecnológico nos permite contemplar las zonas salvajes del planeta a través de una óptica lúdica e incluso deportiva, por completo divergente de la que su genuina condición demanda. No puede extrañarnos, por tanto, el hecho de que estando Reynisfjara catalogada entre las playas más peligrosas del mundo ello no le reste un ápice a sus atractivos. Que no son otros que los de sus telúricos paisajes de guiños truculentos predicados como fuente de emociones estéticas. Es, por contradictorio que parezca, la apoteosis de la desolación geológica travestida de espectacularidad y de belleza.
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