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Rocío Jiménez

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Hablamos, como algunos ya habrán advertido, de Annecy un pequeño paraíso alpino donde elegantes puentes cruzan canales de deriva lenta, todo enmarcado por alféizares y flores que se descuelgan y caen libremente hacia el agua. En toda la ciudad, además, las calles empedradas están bordeadas por arcadas antiguas y abundan los edificios antiguos.

En el cielo de Annecy, además, pueden observarse parapentes de alto vuelo que planean hacia el lago, aterrizando grácilmente sobre los campos cercanos. Digamos que ésta es una ciudad perfecta, no solo para realizar actividad concreta, sino para no hacer nada, y simplemente disfrutar de su belleza durante un dulce paseo.

Las huellas de la civilización en Annecy se remontan al 3100 a. C., y la ciudad evolucionó hasta convertirse en la villa medieval que conocemos hoy. Entre la construcción del castillo y el siglo XV, Annecy fue arrasada varias veces por el fuego, por lo que lo que vemos hoy tiene «solo» cinco o seis siglos.

La cercanía a Suiza convirtió a Annecy en un refugio para los católicos que huían de la Reforma protestante en Ginebra y le valió el apodo de «Roma de Francia». Incluso el filósofo Jean-Jacques Rousseau lo llamó hogar por un tiempo, pero sin ninguna razón religiosa en particular. Hoy, Annecy es la capital de la Alta Saboya, y finalmente se unió a Francia en 1860.