Luz de Adviento

Ha dejado las figuras en la caja de unos zapatos que tal vez fueran de su madre. Porque todavía no se ha cumplido el tiempo. Sabe que en la víspera está el gozo

Amanece sobre la ciudad sosegada y en calma. Los últimos restos de la noche se disuelven en la luz primera, como si el cielo de piedra celeste fuera una esponja que todo lo limpiara sin tocarlo. La mujer se prepara un café con azúcar y ... soledad tras el cristal empañado por el frío. Suena una música azul, lenta como una despedida, nostálgica como el tono menor del cello que lleva sobre sus hombros cansados el rescoldo de la melodía. Un olor a canela le pone al fondo amargo de la almendra el calor de un suspiro que se escapa de sus labios resecos por los desengaños de la edad. Todo es tardío a pesar de la hora temprana que marca el reloj.

Al otro lado del balcón, las luces esperan el encendido que sirva para anunciar la Navidad. Antes todo era distinto. Esas mismas luces, más infantiles y más modestas, llegaban con un coro de gritos y de risas, de asombro en los ojos de la niña que sigue llevando dentro, como si fuera el esqueleto espiritual que la sostiene. De todo aquello solo queda el silencio, y un ritual de marcos de plata que cuadriculan la memoria en los colores apagados de las fotografías, en el blanco y negro de los que ya no están. El café se le enfría, el sol es una dulce espada de fuego tibio que entra, como un hilo de oro, por el ojo de la aguja que dibuja el contorno de la plaza.

Al ir hacia la cocina para dejar la taza, se detiene un momento. En el pasillo, un viejo armario empotrado. Arriba, en el altillo, la caja de zapatos contiene el barro modelado por la costumbre, el portal desdentado por el tiempo, las figuritas que eran mágicas cuando el mundo lo era. Va a coger la escalera, pero no lo hace. Aún no se ha cumplido el tiempo azul y blanco que la devolverá al territorio inmaculado de la infancia. Todos están ahora allí, en el piso frío de suelo hidráulico, en la mesa donde se comía como si aquello fuera una comunión de la que nadie hablara porque se vivía: no hacían falta las palabras.

Se arregla y sale a la calle. Las luces están apagadas, pero el mundo se ha encendido de repente. Resuelve la ecuación del laberinto urbano para plantarse en la iglesia mudéjar donde están sus recuerdos de niña. El sol va subiendo, como puede, el cielo que nos tiene prometido Quien va a nacer dentro de unas semanas. Por eso ha dejado las figuras en la caja de unos zapatos que tal vez fueran de su madre. Porque todavía no se ha cumplido el tiempo. Porque ahora va a gozar de eso mismo, de las migajas del tiempo, como nunca lo ha hecho. Sabe que en la víspera está el gozo. Y la víspera le ha dado en la cara con ese aire suave que se dobla en las esquinas.

Ese aire que sopla suave como un susurro es un paréntesis. Ya no piensa en las noticias que repican en la radio o en el televisor, en el periódico que sigue leyendo en el papel del rito matinal. Ahora está en lo que está, en esta leve punzada que siente en su corazón. A pesar de la soledad, no está sola. Alguien le sonríe al otro lado del mar y del tiempo. Alguien que volverá a nacer para que ella pueda celebrarlo. Pero no se trata de adelantar el momento. En la vida hay que saber esperar, le decía su padre. Y eso es lo que está haciendo. Esperar la Luz mientras le crece, por las entrañas del espíritu y la médula del alma, la palabra Adviento.

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