La tercera
Manual de resistencia (antifascista)
En los años setenta, los terroristas del FRAP, Grapo y ETA se proclamaban antifascistas, pero su modelo era el maoísmo, el marxismo-leninismo o la alternativa KAS
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Sergi Doria
El 16 de junio de 1953, se han cumplido setenta años, los trabajadores y campesinos de la Alemania Oriental que tiranizaba Walter Ulbricht, virrey del Kremlin en Berlín, se rebelaron contra la persecución a los pequeños propietarios, las estanterías vacías en las tiendas y ... la subida de los precios tras un año de pésimas cosechas agravadas por la depredación comunista. Los obreros que construían la Stalinallee de Berlín Oriental llamaron a la rebelión. En aquella avenida de dos kilómetros y medio, bautizada a mayor gloria del Zar Rojo fallecido tres meses antes, se levantaban edificios de hechuras soviéticas, calificados por la propaganda como «palacios para trabajadores» y reservados a los funcionarios más adictos al régimen. Sometidos a jornadas estajanovistas, los albañiles del bloque 40 decidieron abandonar sus puestos de trabajo. Corrió la voz y la protesta de brazos caídos ascendió a 2.000 participantes y luego a 10.000. La huelga de la construcción devino en huelga general: Berlín, Dresde, Leipzig, hasta abarcar toda la RDA. La primera reacción de Ulbricht, al contemplar la multitud que rodeaba edificios gubernamentales, fue recurrir a la temible Stasi para que se infiltrara entre los manifestantes y procediera a las primeras detenciones. La segunda fue activar la retórica estalinista al uso.
Así lo explica Sinclair McKay en su recomendable 'Berlín' (Taurus): «Es muy posible que Ulbricht creyera que aquellas manifestaciones ilegales habían sido instigadas por 'agentes fascistas' del sector estadounidense de la ciudad; saboteadores de derechas cuyo deseo no solo era que el socialismo fracasara, sino dar completamente al traste con las aspiraciones soviéticas de una Alemania unificada».
Aunque el dictador accedió a reducir la carga de trabajo, la quema de carteles e imaginería comunistas alarmó a sus 'amos' soviéticos. El 17 de junio los tanques del Ejército Rojo tomaron la Stalinallee; las metralletas dispararon contra los trabajadores que les lanzaban piedras. El balance: cuarenta manifestantes muertos (por disparos, o aplastados por los carros de combate), 15.000 arrestos y «ejecuciones instantáneas tras enfebrecidos juicios rápidos», apunta McKay. La represión de la protesta conmovió incluso a Bertolt Brecht, el intelectual del que blasonaba la RDA por haber decidido residir en el lado comunista y fundar el Berliner Ensemble. Cuando el gubernamental Sindicato de Escritores propagó que los trabajadores «habían perdido la confianza del Gobierno», el poeta y dramaturgo echó mano de la mordacidad: «¿No sería en tal caso más sencillo/ para el Gobierno/ disolver al pueblo/ y elegir otro?».
Los sucesos de 1953 iban más allá de un contencioso laboral; impugnaban a la totalidad el régimen comunista. Ocho años después, la respuesta de aquel Estado desbordado por la realidad fue la construcción del oficialmente bautizado 'Muro de Resistencia Antifascista'.
Treinta años antes de la revuelta, el ruso Yevgueni Zamiatin daba a la imprenta 'Nosotros' (Salamandra), una distopía contra el colectivismo que se anticipó al 'mundo feliz' de Huxley y al '1984' de Orwell. La novela, que no se editó en la URSS hasta 1988, transcurre en un Estado Unido del siglo XXVI que preside un Benefactor sustentado en 'los Guardianes', policía política que vigila a una sociedad uniformada con números en lugar de nombres que habita en casas de cristal. Como escribe Margaret Atwood en el prólogo, si el Estado que comanda el Benefactor de la novela «actúa en pro de la mayor felicidad posible para todo el mundo», a qué viene reclamar la libertad, «¿quién necesita derechos?». Es la célebre inquisición de Lenin a Fernando de los Ríos en 1920: «Libertad, ¿para qué?».
En otro prólogo del 4 de enero de 1946, rescatado para la presente edición, George Orwell intuye en la distopía de Zamiatin el germen de las autodenominadas «repúblicas populares» del Telón de Acero. Las presuntas buenas intenciones de la felicidad proletaria empedraron el camino del infierno (o del gulag). En los totalitarismos, «las malas hierbas y las flores pueden intercambiar posiciones en un abrir y cerrar de ojos», acota Atwood. Y en el paraíso del 'Nosotros', añade el Benefactor, «sólo hay bienaventurados con la imaginación extirpada (sólo por eso son bienaventurados)».
Las citadas efemérides, 1923 y 1953, marcan dos etapas en la utilización del término 'antifascismo' como el 'topos' retórico de la estrategia totalitaria. Ser antifascista no presupone ser demócrata. En 1936 el PSOE, el PCE, el POUM y la CNT-FAI combatían al fascismo, pero 'su' República no era la 'burguesa' de 1931 sino un tránsito hacia la dictadura del proletariado (PSOE, PCE y POUM) o el comunismo libertario (CNT-FAI).
En los años setenta, los terroristas del FRAP, Grapo y ETA se proclamaban antifascistas, pero su modelo era el maoísmo, el marxismo-leninismo o la alternativa KAS. La banda Baader Meinhof o RAF (Fracción del Ejército Rojo) identificaba 'fascismo' con República Federal Alemana. Y Putin invade Ucrania con el pretexto de combatir el nazismo. Con este currículo histórico, las credenciales poco democráticas del 'antifascismo' dan la razón a Oriana Fallaci: «Existen dos tipos de fascistas. Los fascistas y los antifascistas».
En la España actual se etiqueta de 'extrema derecha', 'neofranquista' o 'fascista' a la oposición al Gobierno de coalición que urdieron Sánchez e Iglesias: sea PP, Vox o Ciudadanos. En Cataluña, los independentistas, comunes y 'cuperos' tachan de «fascista» a quien defiende lo que ellos llaman 'Régimen del 78'. Los 'antisistema' que defienden la okupación camuflan su violencia bajo la capucha negra del antifascismo. En las elecciones autonómicas de 2018, ante la entrada de doce diputados de Vox en el Parlamento andaluz, Pablo Iglesias declara la «alerta antifascista».
Cinco años después, la coalición izquierdista se empecina en cultivar ese 'antifascismo' que tan magros resultados electorales le depara. La impugnación retórica del resultado en las urnas revela, una vez más, la pretendida superioridad moral de la extrema izquierda que, a diferencia de la extrema derecha (siempre subrayada), sigue apareciendo como «la izquierda de la izquierda» en los medios de comunicación.
Pese a la debacle del 28M, y en lugar de trashumar hacia parajes más templados, Pedro Sánchez asume la jerga 'antifascista' de un Podemos en descomposición y mete en el mismo saco al PP y a Vox. Parece que el PSOE no aprende de la Historia: su antepasado, Largo Caballero, accedió a unificar las Juventudes Socialistas con los entonces minoritarios comunistas y acabó siendo rehén de la política moscovita (sustituido en 1937 por Negrín). Parece también que el único mensaje que le queda al crispado inquilino de La Moncloa es levantar, como aquel Ulbricht de 1953 incapaz de asumir la caducidad de su régimen, un dialéctico Muro de Resistencia Antifascista.
Reiteremos, para acabar, el consejo de Brecht de hace setenta años: «¿No sería en tal caso más sencillo/ para el Gobierno/ disolver al pueblo/ y elegir otro?».
es periodista y escritor
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