la tercera
Inquisidores de 'progreso'
«Si la crítica se hace desde un foro 'reaccionario', la Inquisición políticamente correcta recurre a la 'culpabilidad por asociación'»
Sergi Doria
'La cultura de la queja'. Con este título Robert Hughes agavilló hace treinta años las conferencias que pronunció en diversos foros de Estados Unidos. Para el crítico de arte australiano, la mirada crítica sobre la corrección política, el multiculturalismo y la politización de ... la cultura era como atravesar «campos de minas sociales».
Hughes aborda 'La cultura de la queja' (Anagrama, 1994) con una cita de W. H. Auden de inquietante tono premonitorio: «El Saber degenerará en un caos de visiones subjetivas… Se crearán cosmogonías enteras a partir de cualquier olvidado resentimiento personal, se escribirán dramas épicos en lenguajes de ámbito doméstico y los esbozos de los párvulos se impondrán a las grandes obras de arte…». Auden atribuía estas palabras a un Herodes que reflexiona poco antes de exterminar a los Inocentes. Hughes las aplica a la América de los ochenta tiranizada por el victimismo y el mito del buen salvaje.
Los eufemismos con los que trampea la corrección política configuran un Lourdes lingüístico: «No 'fracasamos' sino que 'no conseguimos'. No somos 'yonquis', sino que abusamos de ciertas sustancias'…» ironiza el ensayista. No se equivocó. Hablar hoy de una «momia» es insultante: debe decirse «persona momificada»; los gordos de las narraciones de Roald Dahl deben ser «enormes». Ni siquiera puede afirmarse que alguien está muerto: se dirá que su situación es «incompatible con la vida»; o que es una «persona no viva». La lista es tan larga como estulta. A diferencia de la censura derechista, torpe, previsible y denunciable –en España lo vimos con las prohibiciones de Vox– la subliminal censura progresista impregna el lenguaje y adultera la percepción de la realidad social.
Se dice que la corrección política nació en las universidades americanas de los años sesenta, pero hay que remontarse al periodo de entreguerras para entender cómo comenzó la cosa. William Lind le pone lugar, fecha y autor: Instituto de Investigaciones Sociológicas de la Universidad de Frankfurt, año 1923, George Lukacs. El pensador marxista planteaba una pregunta retórica: «¿Quién nos salvará de la civilización occidental?». Con la ascensión del nazismo los integrantes de la Escuela de Frankfurt (Adorno, Marcuse, Horkheimer) huyeron a Estados Unidos; desde sus cátedras universitarias propagaron lo que en principio pareció un loable propósito: proteger a las minorías de los excesos del etnocentrismo y a los débiles de las ideologías dominantes… «De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno», reza el refrán: el Lourdes al que aludía Hughes devino en un calvario para la libertad de expresión.
El lenguaje del izquierdismo infantil que se escuchaba en Estados Unidos y la Gran Bretaña de Toni Blair cuenta con una amplia bibliografía. En 'Ridículamente correcto' (La Campana), el corresponsal del Times Anthony Browne disecciona la corrección política como amenaza totalitaria: «Es una ideología que clasifica determinados grupos de personas como víctimas que necesitan que se las proteja de la crítica y que hace que sus partidarios tengan la sensación de que no se ha de tolerar ningún tipo de disensión». Del Evangelio según San Lukacs a la Inquisición progresista, la corrección política pretende salvar nuestras almas mediante el eufemismo o la cancelación. Browne distingue la afirmación políticamente correcta de la objetivamente correcta: «La verdad políticamente correcta es declarada correcta por políticos, famosos y la BBC aunque esté equivocada, mientras que la verdad objetivamente correcta es tildada públicamente de errónea aunque sea acertada».
Es la última trinchera de un marxismo que, tras la caída del Muro, se enroca en la parcelación identitaria (género, raza) para controlar una sociedad dominada por la victimización. Como afirma el filólogo Jesús del Campo en su 'Panfleto de Kronborg' (Acantilado) acerca de los progresistas de salón: «No suele acusarse de opresores a quienes alegan compartir espacio con los oprimidos. Fingir simpatía con los oprimidos puede ser la forma más rápida de seguir oprimiendo».
Otra de las estrategias del 'establishment' buenista es priorizar en sus ataques al argumentador sobre el argumento, lo que la retórica califica de ataques 'ad hominem'. Para obtener el 'nihil obstat' de este redivivo Santo Oficio, «las únicas que pueden atacar al feminismo son las mujeres, los únicos que pueden atacar al fundamentalismo islámico son los musulmanes y los únicos que pueden criticar la sanidad pública son aquellos que pueden demostrar que están comprometidos con los pobres», apunta Browne.
La estanqueidad de esas presuntas autoridades morales se explica por la promoción de las identidades victimizadas. Varones blancos oprimen a mujeres, discapacitados, homosexuales, inmigrantes, ecologistas… «Juzgar a una persona por el grupo al que pertenece y no por quien es reproduce el prejuicio que pretende combatir la corrección política: es la base de la discriminación y el racismo», concluye Browne.
En su novela 'El visionario' (Asteroide) el abogado Abel Quentin narra la peripecia de Jean Roscoff. Este profesor universitario jubilado escribe la biografía de un tal Robert Willow, olvidado poeta norteamericano comunista que llegó al París existencialista huyendo del macartismo. La crítica políticamente correcta desvía el foco y acusa a Roscoff de ningunear la identidad «afroamericana» de Willow. La ofensiva de unas redes sociales que le acusan de supremacista le condena al ostracismo académico.
Si la crítica se hace desde un foro 'reaccionario', la Inquisición políticamente correcta recurre a la 'culpabilidad por asociación'. El auto de fe contra la opinión 'incorrecta' se amplía a quienes mantienen vinculaciones personales o intelectuales con el acusado. En las pasadas elecciones lo hemos constatado en los mítines de Pedro Sánchez y asociados (Sumar, independentistas catalanes y vascos). Todo lo que se afirmaba desde Vox se utilizaba cual abrasador fuego amigo contra Feijóo para así completar el silogismo falsario de que Vox y el PP son la misma ultraderecha. Alguien como Alain Finkielkraut, que aprendió de los estragos de mayo del 68, convoca en 'La posliteratura' (Alianza) a Diderot, Genette y Kundera para ilustrar lo que denomina 'izquierditud'. Del escritor checo, recientemente fallecido, toma una cita de 'El libro de los amores ridículos': «El revolucionario más riguroso solo ve en la violencia un mal necesario, mientras que el Bien de la Revolución es la reeducación».
La 'izquierditud' se erige en protagonista de un reactualizado mito del progreso: avanzar, aunque no sepamos hacia dónde: «La palabra 'comunismo' casi ha desaparecido del vocabulario de la izquierda, la palabra 'democracia' la ha sustituido, pero no en el sentido político de deliberación, sino en el sentido progresista de un movimiento irresistible hacia la libertad y la luz», apostilla Finkielkraut. Es la reeducación con la 'neolengua' que imaginó Orwell.
Con impostada unanimidad, el progresismo identitario alerta de una «ola reaccionaria» al mismo tiempo que estigmatiza a quienes juzga «políticamente incorrectos». Los inquisidores de «progreso» contra la funesta manía de no pensar como ellos.
es escritor y periodista
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