ARMA Y PADRINO
Domingo, periódico y café
Se tarda más en encontrar la prensa en Madrid que en correr diez kilómetros, así no hay quién lea en papel
Que el apocalipsis te pille con efectivo
Cosas que no se deben decir
Me crucé con él en Preciados, a la altura de Casa Labra, y desde aquí quiero darle las gracias. Caminaba tranquilo (velocidad de crucero, barba canosa, despreocupada actitud de mañana de domingo en primavera) con el ABC bajo el brazo y en dirección contraria a ... la mía. Así que me abalancé hacia él con un «disculpe» y un «verá usted» que equivalían a un «no se asuste, por favor, no soy peligrosa» con las palmas de las manos a la vista. Lo que yo quería era que me contase su secreto, que iluminase mi mañana: cómo (y lo más importante, dónde) había encontrado la prensa en papel. Una sólo madruga en domingo para echarse a la calle antes que nadie, comprar los periódicos y pedir un café con leche en la primera terraza con solete que encuentre abierta. Leer incluso los deportes (¡los deportes!), pedir el segundo café, ver desperezarse la ciudad, pincho de tortilla por favor, pasarse a la cerveza a una hora prudente. Pero hoy, en Madrid, es más difícil encontrar la prensa que encontrarse a un ex. Lo sabía en ese momento, empíricamente, porque me había cruzado media ciudad en busca de uno (un kiosko, no un ex), observando, uno tras otro, cómo se han convertido en tiendas de recuerdos para guiris. Y yo no quiero un imán con forma de pene cabalgado por una moza y el nombre de la ciudad en mayúsculas. Ni una camiseta de la Puerta del Sol, ni una taza de la Cibeles, ni un bota de vino en miniatura. Quiero leer las noticias. Por eso los recorrí todos. Y nada. Y entonces me lo encontré a él. Le asalté para preguntarle dónde había comprado el periódico y le expliqué, antes de que pudiera decir nada y atropelladamente, que, de Zurbano con José Abascal hasta Sol no había un puñetero kiosko donde comprar la prensa. Me miró como si un ficus le hubiese dado los buenos días y, aun así, me indicó muy amablemente dónde quedaba uno, la pequeña e irreductible aldea gala del centro. «Pero no sé si aguantará mucho», apostilló. «Espero que sí», le dije. Y nos despedimos con cierta afabilidad cómplice y triste, como si nos acabase de hermanar una afición extravagante al borde de la extinción. Compré los periódicos (agua en el desierto), encontré la mesa perfecta en la terraza apropiada (ni demasiado sol ni demasiado poco), pedí el primer café con leche (no como nada hasta el segundo). Leí los titulares empezando por la última página, primero, y me detuve en los artículos que me interesaban empezando por la primera, después. Busqué las columnas de mis admirados, eché un ojo a los suplementos, reservé un par de reportajes para leer más tarde. Para entonces, J. ya estaba sentado a mi lado. «Se tarda más en encontrar la prensa en Madrid que en correr diez kilómetros, así no hay quién lea en papel», le dije. «¿No se lee en papel porque no hay prensa o no hay prensa porque no se lee en papel?», me dijo él. Y aquí sigo, mohína, sin saber qué responder.
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