tiempo recobrado
Llama sin cenizas
Me pregunto siempre por qué hay cosas que permanecen y dónde están las que se fueron
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Iniciar sesiónFue san Agustín quien mejor expresó la naturaleza enigmática del tiempo: «Si nadie me pregunta qué es, lo sé. Pero si tuviese que explicarlo a alguien no sabría cómo hacerlo». El santo de Hipona distinguía entre un tiempo divino, eterno y absoluto, y el concepto ... humano, ligado a la historia.
A nosotros nos invade la misma perplejidad cuando alguien nos interroga sobre la cuestión a la que han dado múltiples respuestas los científicos, los filósofos y los poetas. En lo único que existe consenso es que la flecha del tiempo es irreversible, sólo avanza hacia el futuro.
Einstein sostenía que el tiempo es una magnitud relativa vinculada a la materia. Se estira y se encoge en función de las fuerzas gravitatorias. Es un concepto difícil de entender, pero validado por la ciencia. Muchas más comprensible es la noción de Henri Bergson del tiempo como duración: una hora de felicidad transcurre más rápidamente que cuando padecemos un dolor de muelas.
Frente a la idea bergsoniana, Isaac Newton creía que el tiempo es un flujo continuo y regular, que se prolonga hacia el infinito y en el que se inscriben los acontecimientos. Esta concepción, que dominó el horizonte intelectual durante varios siglos, está hoy superada.
El debate académico es apasionante, pero lo cierto es que hay un hecho biológico que todos podemos constatar: nuestro cuerpo envejece mientras avanzamos inexorablemente hacia la muerte. La vida es como un reloj de arena cuya ampolla superior se va vaciando.
Esto conecta con la idea de Bergson del tiempo como duración puramente subjetiva, que implica que la única forma de medirlo es nuestra propia conciencia. Por lo tanto, y simplificando el problema, el tiempo está dentro de nuestra cabeza como una forma de percibir y ordenar la experiencia.
Cuando voy a Miranda, paseo por la orilla del Ebro hasta Anduva, un barrio antaño lleno de talleres y granjas hoy desaparecidas. Había pozos de agua, veletas que marcaban la dirección del viento y huertas con manzanos y membrillos. Junto al río, existía una gravera con charcas y ranas donde se alimentaban de carroña los buitres y se detenían las grullas. Hoy han crecido los chopos y la maleza hasta hacer irreconocible el paisaje. Pero hay algo que no ha cambiado: el susurro del viento al mecer las hojas de los árboles y el olor de su corteza.
Me pregunto siempre por qué hay cosas que permanecen y dónde están las que se fueron. Y, sobre todo, qué queda de las personas que hollaron los caminos que recorro. La respuesta está ligada al misterio del tiempo, a esa flecha que avanza y que no se detiene. Como san Agustín, no puedo explicarlo, pero soy muy consciente de que el corazón que grabé en un chopo con mi navaja en mi infancia ha desaparecido para siempre. Ya lo dijo Elsa Triolet: el tiempo arde sin dejar cenizas.
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