la tercera
La responsabilidad del ciudadano
«Lo habitual es que seamos muy críticos con nuestros representantes políticos, pero muy poco con nosotros mismos como ciudadanos. En definitiva, la pasividad, la indiferencia y el fatalismo, que cunden también hoy entre la gente joven, constituyen un grave peligro»
Paloma de la Nuez
Hoy en día se ha convertido en un lugar común hablar de la crisis de la democracia liberal, atacada desde dentro y supuestamente en vías de extinción (aunque no necesariamente de forma repentina o violenta) como resultado de su progresiva degradación. Se nos advierte ... del cada vez mayor desprecio por la cultura liberal y los valores occidentales que ella representa. Uno de ellos, el ideal de una ciudadanía activa y responsable.
Pero ¿tiene algo que ver la salud de la democracia con cómo se comportan en ella los ciudadanos? ¿tienen los ciudadanos alguna responsabilidad en esta crisis? ¿son ellos víctimas o culpables? Recordemos a este respecto la preocupación de Tocqueville en relación a una de las tendencias perniciosas de la democracia que observó en su visita a los Estados Unidos de América: «Veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares con los que llenan su alma. Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás (…) se halla al lado de sus conciudadanos, pero no los ve (…)». El pensador francés era plenamente consciente del peligro de una ciudadanía apática e indiferente, replegada sobre sí misma, ajena a la vida política del país. Una democracia no sobrevive sin una ciudadanía comprometida con sus valores.
Sin embargo, para la mayoría de los que vivimos bajo un régimen democrático, la ciudadanía es algo que damos por supuesto y sobre la que apenas reflexionamos, aunque no ser ni siquiera conscientes de lo que ha costado adquirirla ni de lo que realmente implica, tenga consecuencias para nuestro presente y nuestro futuro. Porque ser ciudadano no significa únicamente ir a votar si así lo decidimos. La ciudadanía garantiza una amplia gama de derechos (civiles, políticos, sociales y económicos), y protección. Nos confiere una existencia política y una identidad al reconocer nuestra pertenencia a una comunidad. Precisamente por eso, los que tanto tiempo estuvieron excluidos de ella: los negros, los nativos, los obreros, los pobres o las mujeres, lucharon con tanto denuedo por conseguirla. Para todos ellos, la ciudadanía era, sobre todo, el reconocimiento de su dignidad, y les confería el respeto y la autoestima que todavía hoy, en el siglo XXI, se les niega a hombres y mujeres en muchas partes del mundo con consecuencias dramáticas para su vida y su libertad.
Pero también aquella ciudadanía exigía ciertos deberes. Deberes formales e informales porque, además de los que exigen las leyes, la responsabilidad individual, la honradez, la profesionalidad en su vida laboral y privada son atributos de los buenos ciudadanos y expresión de su espíritu público que no es en absoluto patrimonio exclusivo de una determinada ideología política. Un ciudadano que se comporta con dignidad, que alienta proyectos valiosos, que busca la justicia y practica la solidaridad, que reconoce el valor intrínseco de las personas, contribuye a mejorar la vida común. Ya los antiguos romanos consideraban que ser ciudadano te hacía libre, y que esa circunstancia de la que entonces gozaban tan pocos, exigía actuar con nobleza y generosidad, con liberalitas y con humanitas.
Lo que ocurre es que del mismo modo que el carácter de la ciudadanía incide en el de su gobierno, también sucede al revés; es decir, el carácter y el comportamiento de los ciudadanos se ve afectado por el tipo de gobierno bajo el que viven y la ideología en que éste se sustenta, de modo que si los gobernantes no respetan las leyes ni los principios constitucionales más básicos, la ciudadanía será más proclive a la corrupción, la sumisión y el miedo. Mientras que, en caso contrario, como la libertad y las instituciones de un Estado de derecho tienen efectos pedagógicos, los ciudadanos asumirán que sus elecciones morales, no solo tienen consecuencias privadas, sino también públicas y que «cada pequeña cantidad de decencia política, cuenta». Comprenderán que si se muestran indiferentes ante la injusticia y los abusos cotidianos por muy pequeños que estos pudieran parecer, no haciendo nada cuando podrían hacer algo, estarían siendo «pasivamente injustos», en términos ciceronianos. Algo que en determinadas circunstancias puede tener consecuencias muy graves pues –como ha escrito Aurelio Arteta–, esos ciudadanos pasivos, espectadores indiferentes, estarían consistiendo el mal, haciéndose cómplices del mismo.
Es cierto que una democracia sana –como recuerda la pensadora liberal Judith Shklar– no puede exigir a sus ciudadanos que se comporten como héroes o santos, pero sí que muestren un temperamento cívico respetuoso con la ley y las instituciones, en guardia siempre frente a los abusos, defendiendo sus derechos, escuchando a las víctimas y asumiendo la responsabilidad de que sus decisiones políticas tienen consecuencias en la vida de sus conciudadanos.
Y todo esto se puede hacer y se hace desde la sociedad civil. Una sociedad civil independiente, fuerte y activa es una manifestación clara de una democracia sana porque es el ámbito de la iniciativa del ciudadano, de su libertad. Un lugar en el que aquellos pueden contribuir a mejorar «la democracia de todos los días» porque, entre otras cosas, una sociedad civil segura de sí misma puede exigir un comportamiento adecuado a sus políticos, además de conseguir que hagan cosas útiles y necesarias. En muchas ocasiones, decisiones que acaban tomando nuestros políticos se deben a la presión y las exigencias de la sociedad civil. Y probablemente muchos de ellos no dirían ciertas cosas o no se comportarían de cierta manera si los ciudadanos no se lo permitieran. Pero lo habitual es que seamos muy críticos con nuestros representantes políticos, pero muy poco con nosotros mismos como ciudadanos. Queremos los beneficios de la democracia, pero no queremos hacer mucho por ella olvidando que la libertad ha sido y sigue siendo algo muy frágil.
En definitiva, y –como ya advirtiera hace años el profesor español Juan José Linz en su libro 'La quiebra de las democracias'–, la pasividad, la indiferencia y el fatalismo (por razones en muchos casos comprensibles como el extendido fenómeno de la corrupción o la partitocracia), y que cunden también hoy entre la gente joven, constituyen un grave peligro «sobre todo si existen participantes desleales que lo son aunque hayan obtenido el poder por cauces legales y democráticos, pero cuya actuación contribuye a generar desconfianza, tensión y polarización».
Es profesora de Historia de las ideas políticas en la URJC
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