la tercera

Te recordamos, Simone Weil

«No existió otra mujer consagrada a la filosofía con tanto valor en el convulso siglo XX europeo, pues no se trató jamás de una osadía irreflexiva orientada al odio y al conflicto por el conflicto, confundida, por muchos, tantas veces con el verdadero coraje»

Garcilasos y Castillejos (22/8/2023)

Siempre nos quedará el español (21/8/2023)

nieto

Mercedes López Mateo

Es un fenómeno frágil y bello el celebrar algo que podría no haber sucedido jamás. La necesidad metafísica, pese a ser un lugar cálido en el que depositar fe y esperanza a partes iguales, a veces resulta insípida. Sucedió porque no podía ser de otra ... forma: tiene solemnidad, pero seguramente haya un viso de gozo que sólo concede la contingencia. No es preciso siquiera atribuir al azar o al absurdo su causa primera; basta con reconocer la irreductible libertad humana. Si hoy, 24 de agosto, merece la pena conmemorar la muerte de Simone Weil se debe, precisamente, a que la filósofa pudo haber tomado muchos otros caminos en su vida que no la condujeran a esa entrega por amor, pero entonces no tendríamos nada que recordar y admirar.

La mayoría de ustedes habrá escuchado, incluso formulado, alguna vez aquello de «mejor arrepentirse de haberlo intentado que de no haberse atrevido». Más allá de la cantinela motivacional propia del 'coaching' que hoy abunda, la proposición deja un eco que, si de algo habla, es de nosotros mismos. La valentía, aun cuando acaba en fracaso, resulta más admirable que la cautela. Si, como sabemos, nuestra literatura –y, por tanto, nuestra tradición– se fraguó en un principio como género épico, probablemente se deba al mismo impulso que todavía ahora nos vincula más con el valiente que con el prudente. Aristóteles incluyó ambas en su catálogo de virtudes éticas, y ya en 'Retórica' concedió una primacía a la valentía sobre la prudencia por su capacidad, como parecería reconocer también Hölderlin siglos después en 'Patmos', de realizar bellas acciones donde está el peligro. No obstante, aunque la historia de la filosofía no deje de preguntarse por la esencia de estas cualidades, y como advertiría antes Tucídides en la 'Historia de la guerra del Peloponeso', el 'demos', todos nosotros, sigue confundiendo el significado de las palabras, tomando su exceso por el justo medio.

No sé si en algún momento, a lo largo de su vida, Simone Weil recibió el calificativo de prudente, cautelosa o moderada. Desde luego, ninguno de ellos parece rimar con el de 'Virgen roja', como la apodó el director de la École Normale Supérieure en sus años de estudiante. Sin embargo, sí podemos afirmar que no existió otra mujer consagrada a la filosofía con tanto valor en el convulso siglo XX europeo, pues no se trató jamás de una osadía irreflexiva orientada al odio y al conflicto por el conflicto, confundida, por muchos, tantas veces con el verdadero coraje. Eran, en su lugar, los arrestos de quien amaba la vida por encima de todo. Al fin y al cabo, ella misma lo expresó con la convicción que siempre le fue propia: «No podemos ser revolucionarios si no amamos la vida».

Simone Weil fue, por descontado, una intelectual a la altura de las necesidades de su tiempo. Corrió a las fábricas, a trabajar con aquellos esclavos modernos que llamamos proletarios. El gesto no sólo la honra por su posicionamiento del lado de quienes más padecen la desdicha, como hizo siempre, sino también por el principio epistémico que prescribe: para conocer –y, entonces, denunciar– ciertas realidades materiales hay un margen de verdad que sólo acontece mediante la experiencia de la propia carne.

De esta manera, su filosofía del trabajo logró ser eterna, que es la aspiración última de todo ejercicio del pensamiento. Sus escritos nos hablan de la indiferencia y la alienación provocadas por el agotamiento, la monotonía, la velocidad y la falta de sentido que, en nuestro sistema de producción, convierten al hombre en piedra, en carne de trabajo. Nada que no continúe sucediendo hoy.

Partió a la sierra, entró a nuestro país desde Portbou y se enroló en el Grupo Internacional de la Columna Durruti para defender al pueblo español ante el golpe de Estado de 1936. Lo hizo siendo pacifista, bajo el profundo convencimiento de que, si existe algo peor que la guerra, es la equidistancia de quien permanece en la retaguardia. Pero no se confundan, porque jamás le pudo la presión del partidismo dogmático. Entendió muy pronto que las ideas no son patrimonio de ningún bando, ni ideológico ni religioso. Probablemente por eso interiorizó tanto las palabras del Evangelio (Mateo 19, 24) cuando, en su carta al novelista francés Georges Bernanos para relatarle la sangre inútilmente derramada que presenció en España, dijo: «A veces me he dicho que si se fijara a las puertas de las iglesias un cartel diciendo que se prohíbe la entrada a cualquiera que disfrute de una renta superior a tal o cual suma, yo me convertiría inmediatamente». El mismo ademán de autonomía se refleja en su crítico análisis del marxismo.

Después, dejó de comer. Murió, pero pudo haber sido de otra manera. En 1943, tras haber sido diagnosticada de tuberculosis en Londres, y en pleno ejercicio de su libertad, tomó la decisión de no comer «el pan de los ingleses sin tomar parte de sus esfuerzos en la guerra», como explicó a Maurice Schumann en la última carta que le dedicó. Se trataba de un límite moral provocado por la distancia entre su realidad personal y la de Europa. Ochenta años después, todavía nos preguntamos cuánto más podría haber llegado a escribir su inteligencia ilimitada. No es de extrañar que Albert Camus la considerara «el único gran espíritu de nuestro tiempo».

Fue ese compromiso con la libertad el que la condujo, entonces, hasta la muerte que hoy conmemoramos. Por supuesto, sus ideas y planteamientos filosóficos fueron impecables hasta el fin de sus días, pero hace falta algo más para ser memorable. «Hay que amar mucho la vida para amar todavía más la muerte». Así lo expresó en 'La gravedad y la gracia'.

La propia Weil se preocupó, como Aristóteles, por la cuestión de la valentía como virtud humana en sus 'Lecciones de filosofía'. El valor, en la teoría y en la práctica, fue para ella exponerse y preservar la lucidez ante el peligro que nos apremia. Ese discernimiento es también el que separa al valiente del temerario, al que se arriesga por amor a la vida o por amor a sí mismo. Ante las bravuconerías de nuestro tiempo, recordar una muerte como la de Simone Weil, ochenta años después, es, ante todo, un imperativo para quienes todavía soñamos con encumbrar la vida.

SOBRE EL AUTOR
mercedes lópez mateo

es filósofa

Artículo solo para suscriptores
Tu suscripción al mejor periodismo
Anual
Un año por 15€
110€ 15€ Después de 1 año, 110€/año
Mensual
5 meses por 1€/mes
10'99€ 1€ Después de 5 meses, 10,99€/mes

Renovación a precio de tarifa vigente | Cancela cuando quieras

Ver comentarios