pincho de tortilla y caña

Despedidas

Aunque la distancia al cielo sea la misma para todos, el eco de algunos obituarios tiene más recorrido

De repente me ha invadido la sensación de que septiembre es un mes luctuoso. No hablo de la agonía de la luz, ni del preludio de la estación de las nieblas, aunque no descarto que esos efectos de la translación de la tierra influyan en ... mi estado de ánimo, sino de la cantidad de esquelas ilustres que jalonan el relato de la actualidad. Según la estadística, el mes más mortífero es enero, aunque sospecho que si analizáramos la notoriedad biográfica de los fallecidos llegaríamos a la conclusión de que el invierno tumba a los más desprotegidos. Los cadáveres exquisitos se dan más en esta época del año.

En dos semanas ya hemos asistido a tres despedidas de altos vuelos. Aunque la distancia al cielo sea la misma para todos, el eco de algunos obituarios tiene más recorrido. Es verdad que en la mayoría de los casos lo que nos hace llorar es el sentimiento de orfandad que provoca la pérdida de alguien que ha formado parte de nuestra vida, pero nada tiene que ver el hueco que deja la muerte de un familiar querido o de un amigo entrañable con el que el que provoca la desaparición de un simple proveedor de buenas experiencias, por mucho que unos y otros hayan influido en la forja de nuestra propia identidad. En ambos casos se experimentan sensaciones distintas. El dolor tiene su propia orografía.

Los lectores de Javier Marías, pongo por caso, despiden a un creador que les abrió los ojos a la exploración de mundos interiores que, de otro modo, hubieran seguido siendo inéditos para ellos. Su forma de mirar el mundo era una herramienta útil y placentera para entender mejor la fragilidad de la existencia humana. Pero no echarán de menos las novelas que publicó –'scripta manent', gracias a Dios–, sino las que aun tenía en el tintero. Esa es siempre la tragedia de una muerte prematura.

En el caso de Jean-Luc Godard el sentimiento difiere. La Nouvelle Vague revolucionó el cine a finales de los años 50 y nos enseñó a mirar la vida con renovado entusiasmo. Godard fue, como ha escrito Rodrigo Cortés, la nueva ola de la Nueva Ola. Ese hecho biográfico basta y sobra para honrar su recuerdo. No hay duda de que influyó de forma decisiva en la manera de vivir de mucha gente, aunque lo cierto es que ya no esperábamos de él aportaciones creativas. No lloraremos su silencio. Solo la inmensidad de su obra.

A Isabel II no le debemos gratitud alguna, más allá de la que exige la ejemplaridad de una vida personal sacrificada en beneficio de una institución extranjera. Ni fue motivo de inspiración ni nos enseñó a entender mejor el mundo que nos rodea. Tampoco contribuyó a cambiar la historia. Su biografía personal, coloreada por el boato de la monarquía más cara del mundo, ha inspirado series y películas. Su legado no es mucho más que té y simpatía. A pesar de todo, pincho de tortilla y caña a que, de las tres, la suya es la muerte más ruidosa.

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