Suscribete a
ABC Premium

pincho de tortilla y caña

Cuestión de respeto

El prestigio institucional no está por encima del que merecen las personas que lo encarnan

Federico

El hombre que sabía demasiado

Luis Herrero

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Una de las afirmaciones que me ha metido en más líos a lo largo de mi vida es que las instituciones no están por encima de las personas. Lo sigo creyendo a pies juntillas y no me importa porfiar con quien haga falta por defenderla. ... A veces las disputas han sido acaloradas. Pondré algunos ejemplos. Soy madridista desde que tengo uso de razón, pero eso no me impide proclamar a los cuatro vientos que Mourinho dinamitó algunos de los principios que eran propios del Madrid de mi época. «No te metas tanto con él –me decían algunos en su momento– porque le haces daño al club y su prestigio está por encima de todo». Un cuerno. Si el club quiere preservar su prestigio, pensaba yo, que se deshaga de ese camorrista lusitano y fiche a otro que entienda mejor lo que proclama el himno merengue de toda la vida. En otros terrenos de mayor cuantía me mueve la misma consideración. Soy católico pero no comulgo con la idea de que sea una buena decisión tapar las conductas indignas de algunos sacerdotes para preservar la imagen pública de la Iglesia. Tampoco entiendo el silencio que se decretó en torno a las fechorías del Rey Juan Carlos para salvaguardar el prestigio institucional de la Jefatura del Estado. Las instituciones no sirven de mucho si están ocupadas por personas que pervierten el sentido último de su razón de ser. Tampoco hay que dejar de criticarlas cuando actúan injustamente contra personas que les resultan molestas. Si tengo que elegir entre la defensa a una institución, por egregia que sea, o a un ser humano maltratado por ella, lo tengo bastante claro. Todo esto viene a cuento del reproche que se nos hace a quienes opinamos que la sentencia sobre la ley de Amnistía es un bodrio mal parido por un tribunal colonizado políticamente por la mayoría parlamentaria de turno. Decir eso, al parecer de algunos, es faltarle al respeto a la institucionalidad del Estado. ¿Y por qué tengo yo que respetar a una institución que se falta al respeto a sí misma? El sentido común me lleva a pensar que están en lo cierto los ilustres juristas que sostienen que el fallo estaba acordado de antemano y que la ponencia se redactó para justificar esa conclusión preestablecida con razonamientos que tienen de rigor jurídico lo mismo que yo de aficionado a la espeleología submarina. Naturalmente que no respeto la sentencia. ¿Por qué debería hacerlo? La acato porque no tengo más narices que hacerlo, pero ni me parece respetable la finalidad con que ha sido maquinada ni tampoco la labor profesional de los seis magistrados que la han impuesto por razones aritméticas (seis pueden más que cuatro) y no por razones jurídicas. Pídanme que respete a un juez que se equivoque de buena fe en la interpretación de una ley y lo haré sin mayor problema, pero no me pidan que respete a unos magistrados que ponen sus togas al servicio de una causa política. Pincho de tortilla y caña a que la historia los pondrá en su sitio. El prestigio institucional no está por encima del que merecen las personas que lo encarnan.

Artículo solo para suscriptores

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comparte esta noticia por correo electrónico
Reporta un error en esta noticia