CAFÉ CON NEUROSIS

La vida y los ríos no vuelven

La auténtica prueba de igualdad es la muerte. Y ese compañerismo va unido a la constatación de que es imposible volver y detener la llegada al estuario

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Hay una bellísima canción de Atahualpa Yupanqui, que le gustaba tanto a Mercedes Sosa que siempre la incluía en sus recitales, y que suele venir a mi memoria, en enero, cuando comprendo que los Reyes Magos no pueden conceder regalos imposibles. Dice la letra, ... en el momento más inspirado: «Tu que puedes, vuélvete,/ me dijo el río llorando:/ los cerros que tanto quieres/ –me dijo– allá te están esperando».

Mi gran amigo, Mario Rodríguez Aragón, que fue muchos años corresponsal del diario 'Pueblo' en Alemania y al que la música era de las pocas artes que no le llamaba demasiado la atención, notaba que le estremecía esa manera 'atahualpaqueña' de recordar que es imposible regresar al pasado, cuando mi modesto tocadiscos proyectaba la voz de la inigualable Sosa. Y una noche de luna casi llena, regresando de la visita de la casa natal de Goya, en Fuendetodos, volviendo a Zaragoza, me desgranó algunos aspectos íntimos de su vida sentimental, que justificaban ese estremecimiento que yo había intuido, y que jamás contaré.

María, mi mujer, que conserva los antiguos vinilos con más amor y dedicación de los que les podría dedicar a las joyas más legendarias, pone alguna vez esta canción de Yupanqui y, si es enero, me acuerdo de Mario, en nuestra casa de Zaragoza, abstraído por un instante, sintiendo una punzada tradicional de la que yo ya poseía el descifrado.

Siglos antes de que naciera Atahualpa Yupanqui, un tal Jorge Manrique –que murió unos años antes de que Colón llegara a América– ya nos advirtió de lo mismo: «Nuestras vidas son los ríos que va a dar a la mar, que es el morir». La misma metáfora del río cuyo destino es la muerte en el océano, donde la vida se vuelve simple recuerdo, al confundirse con el mar, cadáver ya de lo que fue, envuelto en otra etapa, tan diluido como desaparecido.

He escrito alguna vez que ni los elefantes ni las hormigas son conscientes de que vayan a morir, y la prueba irrefutable es que ni las hormigas ni los elefantes han descubierto la filosofía o la religión. Afortunadamente, les da igual y viven sin ese desasosiego, sin esa duda, sin esa prueba de humildad de asumir que, en los cementerios «allegados, son iguales/ los que viven por sus manos/ que los ricos».

La auténtica prueba de igualdad es la muerte. Y ese compañerismo va unido a la constatación de que es imposible volver y detener la llegada al estuario. Y eso se confirma, de forma repetida, en estas fechas, cuando la mirada de un niño –ante un don anhelado, y concedido– enciende la magia en ese tramo maravilloso del río, donde las impetuosas aguas discurren tan apresuradas como esperanzadas, y todavía no existen las ilusiones perdidas.

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