DEL AMOR MESTIZO
MERCEDES Sosa canta a Atahualpa Yupanqui con un lamento ancho como la misma Pampa mientras intento una relación primera de los amores mestizos.
Es la misma música que sonaba en Buenos Aires cuando todavía no se nos había muerto del todo «Marca de Agua», aunque ... los números salían a la calle con la respiración asistida.
«Marca de Agua» era la hija literaria de un mestizaje imaginario. Una república bicéfala. Una amistad en letra impresa a ambos lados del mar grande. Un duunvirato que se tornó imposible por la geografía y porque los poetas nunca han sido buenos gestores. Un amor mestizo equivocado en el tiempo.
He querido rescatar los números publicados de «Marca de Agua» y los originales que quedaron, entonces, pendientes de edición.
Encuentro en una de las cajas una carta del venezolano Manuel Reyna que excusa su ausencia de Caracas y me hace llegar una carpeta con las reproducciones de unas pinturas sobre el amor mestizo atribuidas a José de Páez.
Al parecer José de Páez pintó los cuadros en México durante el reinado de Carlos III. En esa época -escribe Pedro Berroeta- «la clasificación enciclopédica de las ciencias naturales atrajo la atención hacia las quince castas nacidas del lecho, que es el más natural de los crisoles».
Las quince litografías -una por cada casta- muestran las combinaciones más posibles que derivaron de ayuntamientos casuales y no tan casuales en el espacio temporal de dos siglos. Cada uno de esos encuentros habría de servir para estimular la aparición de otros tantos nombres que identifican cada novedad racial. Que ubican en el terreno movedizo de las palabras la pluralidad ubérrima del mestizaje.
Según la clasificación de José de Páez, en el México de entonces resultaban identificables las siguientes mixturas: En un primer lugar, la mestiza, que surge de india y español. Después, el castizo, que nace de la mezcla entre mestiza y español. Luego, la llamada «española», que proviene de la unión entre español y castiza. Y el coyote, nacido de mestiza e indio.
El chamizo torna-atrás, es quien desciende de un coyote y una india, mientras que la mulata surge del acierto en el encuentro carnal del español y la negra.
El morisco resulta del toparse, también con acierto, un español y una mulata. Y si el morisco se ayunta con la española surgirá, si hay resultado, la albina.
Del encuentro entre una albina y un español vendría el torna-atrás. Y del torna-atrás y española, el «torna-atrás tente en el aire y éste se mantiene en este ser aunque se mezcle con española, pero si se mezcla con misma nación desciende a lo mismo negro», que no debe confundirse con el «torna-atrás tente en el aire, con pelo lacio», que es el que proviene de la unión entre el barcino y la mulata.
El barcino es el vástago de un albarazado y una mulata. Y el albarazado resulta del chino y la mulata. Sin embargo, el chino-cambujo, o lobo, es quien nace del indio y la negra.
Despliego las litografías en el suelo. En cada una de las categorías voy situando el nombre de conocidos a quienes imagino corolario de cada una de esas combinaciones. En vano. No creo que a estas alturas el mestizaje admita clasificaciones tan definidas. Basta mirar alrededor. Basta imaginar las trayectorias de los encuentros y los desencuentros. Basta explorar antecedentes y antepasados.
Cruces. Injertos. Dominaciones de ida y vuelta. Convivencias forzadas. Convivencias apetecidas; como «Marca de Agua», la hija literaria de un amor mestizo.
Contemplo otra vez la colección de José de Páez. Faltan litografías para completar las variaciones que éste identificara: cambujo con coyote; mulata con lobo; mestizo con castiza y, así, hasta el infinito de los ayuntamientos posibles, que son todos aquellos que seamos capaces de imaginar.
Por más que les pese a los falsos profetas de las razas puras, seguirán faltando categorías mientras voces mestizas como la de Mercedes Sosa sigan cantando a Atahualpa Yupanqui. Mientras la amistad, el habla y la memoria conozcan el mestizaje. Y mientras el lecho continúe siendo el más natural de los crisoles.
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