hay que vivir

El imperativo de Auschwitz

Ese frío de enero, ese páramo blanco y esas vías del tren. La maldad mirándote a los ojos. No, no debemos olvidarlo

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Si no ha visitado usted Auschwitz, hágalo. Es una obligación moral, pero debe prepa-rarse. Lo más terrible de pisar hoy ese campo de exterminio no es la ironía macabra de acceder bajo un letrero que dice en alemán «El trabajo os hará libres». Tampoco ... es, unas decenas de metros antes, el sitio exacto en el que un mando nazi esperaba la llegada de esos trenes repletos de personas –tratadas como ganado– para decidir, a simple vista, quién debía ir al campo de trabajo o, directamente, a la cámara de gas. Tú por aquí, tú por allá. Tampoco es lo más terrible, pero conviene pararse en ese punto exacto en el que las vías del tren llegan a destino en medio de un páramo sin horizonte. Al hacerlo en un día como hoy, en medio de un paralizante blanco nieve y con una temperatura ambiental y emocional de varios grados bajo cero, es fácil entrar, aunque sólo sea por un momento, en la mente de esas personas que llegaban engañadas y no podían siquiera imaginar lo que estaba a punto de ocurrir. Mas siendo terrible ese sentimiento, tampoco es el peor.

Ya en el campo, visitando uno por uno los distintos barracones, uno comprende la historia que acompañaba a esas personas en su proceso de deshumanización. Muchas salieron de sus países con destino a Alemania, aunque fuera territorio polaco, para buscar una vida mejor: desde los países del este, los Balcanes o Grecia. La prueba de que lo hacían para prosperar es que se llevaban sus mejores cacerolas, sus aparejos de trabajo, sus peines, su mejor calzado. Ochenta años después, todo permanece allí, almacenado para que la historia no lo sepulte. Pero descubrir esas vidas truncadas a través de sus objetos personales, siendo terrible, tampoco es lo peor.

Lo peor es el único barracón en el que no se permite hacer fotos. Es en el que están almacenadas las cabelleras de los judíos que habían sido gaseados, porque Auschwitz no sólo fue un campo de exterminio, fue una fábrica de la muerte. Todo, hasta el pelo de las personas asesinadas, se destinaba a la producción industrial. ¿Cabe mayor barbarie?

No, no debemos olvidarlo: primero porque es la única forma de rendir homenaje a las víctimas del Holocausto. Y segundo porque es una manera educativa, aunque enormemente dolorosa, de conocer lo más oscuro del alma humana. Cuando uno visita Auschwitz cambia para siempre porque descubre cuán profunda puede ser la maldad y aprende que el mal puede anidar en cada uno de nosotros. Se lo escuché a Garrocho en Expósito, que ha honrado a la radio haciendo periodismo desde allí en el 80 aniversario de la liberación de Auschwitz: «No hay nada en los alemanes de los años 30 o 40 del siglo pasado que los haga distintos a nosotros».

Ese frío de enero, ese páramo blanco y esas vías del tren. Tantas vidas arrebatadas. La maldad mirándote a los ojos. No, no debemos olvidarlo. Visitar Auschwitz es un imperativo moral.

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