La huella sonora
Macarena en Viena
Hay quien piensa que ser español es llevarlo todo por delante. Yo, más bien, creo que ser castellano es dejar huella sin hacer ruido
España vacía
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Iniciar sesiónHace 533 años Castilla llegó a América, dejando su concepto del hombre y cambiando para siempre el destino de la humanidad. Los castellanos dejamos allí nuestro idioma, nuestra cultura, nuestras leyes y nuestra fe. Pero, sobre todo, nuestra sangre. O lo poco que quedaba de ... ella tras una Reconquista que duró ocho siglos y en la que nos desangramos por completo. Y, sin embargo, con la toma de Granada no terminaba la aventura: el camino hacia el sur llevaba esa sangre hasta Tierra de Fuego, convirtiéndose en mestiza y, por lo tanto, en verdaderamente hispana. Desde una región pequeña y pobre, desde unas montañas al norte de Burgos —allá entre Cantabria, Vizcaya y Álava—, la Castilla expansiva y guerrera se hizo universal. Y es precisamente ese carácter universal lo que impide que exista un nacionalismo castellano. Porque todos los nacionalismos comparten algo -aparte de la boina y la ceja junta-, que es el sentimiento enfermizo y primitivo de que la identidad está ligada a una tierra y que la tierra acaba detrás de una montaña. Pero Castilla no es una tierra sino un concepto. Y ese concepto se extiende desde Utah hasta Chile, desde Murcia hasta California. Está bien recordarlo hoy, que ni siquiera somos considerados una región histórica. En cualquier caso, si con la Reconquista Castilla se diluye en España, con América España se diluye en la Hispanidad.
Este verano, mientras paseaba por Viena con mi hija, ocurrió un milagro. No es una forma de hablar: fue una aparición. En la Reitschulgasse, muy cerca del Palacio de Hofburg y de la Spanische Hofreitschule —esa escuela de equitación que llevamos para enseñar a los alemanes lo que aprendimos de los árabes—, caminando entre piedra barroca y cafés con sombra, nos detuvimos ante un resplandor de cerámica. Allí, en un rincón, asomaba, inexplicable, la Esperanza Macarena. No era un cartel turístico. No era una reproducción moderna. Era un azulejo sevillano, como los que uno encuentra en Triana o en el arco de San Gil. Estaba, además, colocado a sevillanas maneras, bajo un tejadillo, en una pared encalada y con la loza pintada igual que en una casa andaluza.
Pero estaba en Viena. Con su corona, su pena dulce, su manto de fuego y esmeralda. Como si alguien, antes de volver al sur, la hubiera querido dejar allí para que acabara, a la vez, con todo el frío del mundo. Mi hija se quedó mirándola y me preguntó qué hacía la Macarena en Viena. Yo no supe responderle, pero le dije lo único que tenía sentido en ese momento: que la Virgen no tiene patria, pero que la Esperanza siempre vuelve. Que, aunque uno se marche, ella se queda. Y que tal vez alguien, hace años, sintió la necesidad de que la Virgen no faltara en su exilio. Un lamento andaluz contra la extranjería del invierno austriaco.
No pude contenerme y conté la epifanía a Alberto García Reyes, que me dijo: «Ella está en todas partes». Tengo dicho que Sevilla es el sueño de Castilla y América es el sueño de España. Y mientras algunos disputan la fecha, el significado o la bandera de la Hispanidad, yo me acuerdo de aquel azulejo perdido en una callejuela imperial. Y me doy cuenta de que hay un modo muy profundo de ser castellano de Andalucía, o español de Castilla, o andaluz de América: llevar tu raíz donde vayas, pero sin imponerla. Dejarla, como quien deja una vela encendida. Hay un pedazo de Sevilla en Viena y un pedazo de Castilla en Cartagena de Indias, en Puebla, en Cuzco, en Nueva Orleans o en Mendoza. Un retablo, un libro, una palabra entre siglos de historia ajena.
Creo que aquel día, en Viena, mi hija entendió algo esencial. Que ser español —más allá del ruido, más allá del conflicto— es descubrir a la Macarena en Viena y saber que, por un momento, el mundo entero se parece a casa. Hay quien piensa que ser español es llevarlo todo por delante. Yo, más bien, creo que ser castellano es dejar huella sin hacer ruido. Como ese retablo anónimo de Viena, que nadie firma y nadie reivindica. O como aquel verso de Miguel Hernández: «Me voy, me voy, me voy, pero me quedo». Apenas eso.
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