LA HUELLA SONORA
España vacía
La madre maneja la culpa como puede y piensa en que quizá Eugenio pudo salvarse. Unos segundos sin oxígeno, solo hace falta eso para destrozar una vida
La vida se abre paso en Porto
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Iniciar sesiónEugenio estuvo a punto de morir el día que nació. Su madre estaba sola y al resto los pilló en el campo. El médico no llegaba y la falta de riego en el cerebro hizo el resto. Daños irreparables, sufrimiento fetal, una catástrofe. Tiene cuarenta ... y pocos años, aparenta más de sesenta y no habla. Y no es por ascetismo, sino porque no sabe. Se comunica con balbuceos y ruidos nasales. Se le cae la baba, un riachuelo de saliva retrasada que nace de un manantial escondido y que muere en un charco de tragedia que ha creado entre los restos de paja y las heces de las ovejas que se juntan en el suelo del corral que habita junto a Montoro, su burro, que estuvo a punto de morir el pasado invierno. Se le peló la panza y adelgazó. Dicen que no saben qué fue lo que le pasó, pero él y yo sabemos que fueron la pena y el frío que ambos pasan en ese corral hediondo.
Eugenio es el penúltimo en la jerarquía familiar, solo por encima de Montoro. Y, por eso, aprovecha cualquier situación para que el burro recuerde el escalafón y sepa quién manda. Cuando Eugenio coge el carretillo lleno de alfalfa, Montoro hace como que no lo ve, disimula y mira para otro lado. Pero cuando pasa con la carga por delante, el borrico finta, recorta y mete un bocado a traición. Eugenio le increpa con un par de tortazos en la grupa y sonidos guturales, como de barco en el puerto de Bermeo. El burro acepta disciplinado la bronca de Eugenio y se da la vuelta, enfadado y altivo. Eugenio repite la operación varias veces a lo largo de la tarde, siempre asegurándose de que pasa lo suficientemente cerca de Montoro como para que el bicho pueda alcanzar la comida para, una vez metido el bocado, fingir indignación, sobreactuar enfado para que el animal no piense que es tonto y meterle dos tortazos fuertes en la grupa como castigo. Montoro sigue el juego e interpreta su papel, fingiendo que no sabe que Eugenio va a acercarse. Y repite operación: disimulo, finta, recorte y alfalfa. Acto seguido ofrece el lomo para que Eugenio pueda castigarle, no vayan a pensar el resto de hermanos que Eugenio se deja robar por un burro. Y, sobre todo, no vaya a pensarse el propio Eugenio que un burro se ríe de él y se le acabe el chollo.
De algún modo, se necesitan. El burro existe para que Eugenio tenga alguien a quien mandar, ocupa un lugar simbólico y creo que lo sabe. Lo malo es cuando el burro deja de ser un burro para convertirse en un hermano y se miran fijamente por la tarde, como imaginando islas canarias, patios de Córdoba y puertos pintados por Matisse. Y después a quitarse el mono y a la plaza. Aunque Eugenio no entra al bar con el resto de hombres. Él se queda fuera, paseando de modo obsesivo desde la iglesia hasta los rosales y vuelta a empezar. Mira las rosas de una forma que nunca he entendido, parece que se comunicara con ellas, como si pudiera verlas morir. Saluda a todo el mundo y todo el mundo lo saluda a él, que responde quitándose la boina como un torero en el momento del brindis y haciendo una pequeña reverencia de actor cómico al final de una función que lleva interpretando toda su vida. Y emite uno de sus sonidos, ese grito sordomudo, como si estuviera diciendo su nombre para dentro, su nombre al revés, aspirando letras, comiéndose la identidad a bocados. Pasea hasta que se hace de noche y su madre llega a buscarlo. Ella tiene los años que él aparenta tener y por eso parecen hermanos, pero nada de eso. Le besa con cariño de niña hacia su cachorro más bello, con dulzura de algodón de azúcar y ojillos de media luna. Eugenio le ha cortado una rosa amarilla y se la regala junto a un intento de sonrisa que esconde algo de pudor. Ella le abraza y hace como que se le cae una moneda. Eugenio mira a los lados para asegurarse de que nadie más lo ha visto, la recoge y se la esconde en el bolso del pantalón.
Mientras caminan de la mano, de vuelta a casa, la madre maneja la culpa como puede y piensa en que quizá Eugenio pudo salvarse. Unos segundos sin oxígeno, solo hace falta eso para destrozar una vida. Dos con la suya. No hay un solo día en el que no se pregunte qué será de él cuando ella falte. Mientras tanto, Eugenio, piensa que con esa moneda comprará mañana unos terrones de azúcar para meterlos en la carretilla, entre la alfalfa. Seguro que a Montoro le va a encantar.
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