la suerte contraria

Confieso que he bebido

Rodríguez tiene su crítica, pero hacerla a través de temas personales, de miserias y de bisbiseos arácnidos dice poco de López

Contra Sánchez, Transición

Caracas, La Habana, Madrid

Desconozco si Miguel Ángel Rodríguez bebe mucho, poco o nada porque no le he visto en mi vida, pero solo el hecho de plantear ese tema públicamente, como si la vida política fuera una mezcla entre programa del corazón y tienda de cilicios, llena ... la estancia del que lo hace de un olor a sacristía, a sopa sosa y a pies. El 'cuñado' –siempre hay un gañán que te da un golpe en la espalda y te dice eso de ¡cómo ibas ayer!– ha sido Óscar López, que no sé lo que bebe, pero que dudo mucho haya llevado la vida de San Tarsicio. Y puede ser peor: si lo que hace no es afear una afición sino sacar partido de una adicción –es decir, de una enfermedad–, la estancia ya no huele como aquellas feligresas de los 60 que Bardem nos mostraba en 'Nunca pasa nada', cuando llegaba al pueblo una 'vedette' francesa, sino a crueldad, a señorito Iván y a miseria.

En la fortaleza, competimos; en la debilidad, nos encontramos. Lo contrario –encontrarse en las fortalezas y competir en las debilidades– no tiene nada de heroico y sí algo de patético. Apuntar con el dedo al impuro –al que bebe, al que fuma, al que se droga– denota una carencia de humanidad y de valores. También sugiere una evidente falta de educación, de formación personal, de talla humana. Pero preocupa más la falta de grandeza, de vida y de noches con el agua al cuello. No sé si López ha sufrido o si, por el contrario, se ha pasado la vida entera lamiendo botas en las sedes del PSOE; no sé si ha sentido el abandono, la traición, la soledad extrema; no sé si ha echado de menos a sus hijos, si se ha sentido impotente ante hechos consumados, si ha paseado con la mirada perdida buscando un recuerdo al que agarrarse o un hombro al que dar la espalda mientras espera un golpe de suerte, un milagro, un giro que lo cambie todo. Supongo que no: es sabido que solo alguien que ha sufrido puede llegar a identificar el sufrimiento los demás; solo alguien que lo ha pasado mal desarrolla la empatía necesaria para saberse frágil y perdido, en manos de Dios, como un pelele de trapo agradecido a una sonrisa verdadera, a una ayuda desinteresada, a un acto de bondad imprevisto.

Se ha dicho que comprender es perdonar. Si tensamos el silogismo y lo llevamos al extremo, intentar humillar es la consecuencia de no entender, de no sentir y, lo que es peor, de no haber sentido. Y eso no te lleva a ningún sitio bueno sino a la soledad, a la frialdad del nido de serpientes y a la debilidad extrema del que lanza acusaciones 'ad hominem' como quien lanza autos de fe.

Rodríguez tiene su crítica, pero hacerla a través de temas personales, de miserias y de bisbiseos arácnidos dice poco de López. No es la primera vez que lo hace. Ni la segunda ni la tercera. Es su 'modus operandi', la desesperación del que recurre a la bajeza, la falta de grandeza, de elegancia y de clase en su construcción personal más íntima. Si algo tengo claro es que en la vida hay cosas mucho peores que abusar del whisky. Una de ellas es abusar del poder. Otra, del veneno.

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