en observación
Al servicio de Su Majestad
Enrique de Sussex contribuye al fortalecimiento de la Corona británica
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Iniciar sesiónSe nos cae la baba cada vez que la Corona británica se viste de luto o boda, celebra un jubileo, pronuncia en Westminster un discurso dictado por Downing St. o acude a un servicio religioso en Sandringham. Cuánta excelencia, suspiramos desde el páramo escenográfico de ... una monarquía parlamentaria que en nuestro régimen del 78 se ha movido de la campechanía al rigor casi 'mortis', sin concesiones al entretenimiento de masas y de espaldas a la pompa y el vodevil palaciego que desde mediados del siglo pasado ha convertido a los Windsor en superestrellas de un parque inmaterial de atracciones. El espectáculo no solo debe continuar, sino renovarse, y ahí está Enrique, Duque de Essex, para dejarse la piel, blanca y pecosa, fundida en negro, sobre las tablas y las páginas de su libro de memorias. El Príncipe Enrique se entrega a la causa más noble y nobiliaria que ha conocido: la Corona. Al servicio de Su Majestad, hasta dejar Buckingham como un solar de los Mohedano o los Grimaldi, pioneros de la trasfusión/confusión de sangre azul y caliente. No hay 'annus horribilis' que por bien no venga a una empresa cultural, sector de las variedades, cuya única función reconocida y reconocible ha sido la de distraer al público, con traje de gran gala o en paños menores.
La dimensión humana de las instituciones puede debilitarlas en función de la conducta de quienes las encarnan, y cada alta magistratura, nacional o extranjera, tiene a su Froilán, Harry en el santoral anglicano. En todas parten cuecen habas, pero frente a nuestros Borbones, sometidos de forma secular y contumaz al escrutinio de la baja política y la democracia real, los Windsor tienen la ventaja de una ausencia absoluta de exigencias morales. A la inversa, cuanto más se enfangan en la charca de los pecados capitales, más fortalecida sale la carpa de su circo. En esta coyuntura, y contra la leyenda urbana que trata de desacreditar su figura histórica y su obra política, Diana de Gales no fue la artificiera que quiso dinamitar Buckingham, sino la dinamizadora que le dio lustre con las herramientas comunicativas de finales del siglo XX. Su hijo Enrique es clavado a ella.
Aparato y exorno, la monarquía del Reino Unido no tiene que implicarse en la defensa del Estado de derecho, ni alertar a la población sobre el deterioro del sistema democrático. Esa función institucional sería incompatible con la ligereza cortesana que desde los tiempos del Duque de Windsor la ha hecho grande y célebre. Quizá sea cosa del clima, pero cada familia real tiene su función, y si la española está obligada, de aquí a Abu Dabi, a ser modelo de virtudes públicas y privadas y a ejercer de salvaguarda de los valores del sistema que simboliza, la británica, más suelta, se debe a sus estándares de boato y bojiganga, yin y yang de su existencia humana y divina. Lo cortesano quita lo valiente. En el régimen de incompatibilidades éticas y de dobles varas de medir que los españoles improvisamos en la Transición no caben las licencias con que la familia de Carlos III trabaja para su pueblo, de forma impecable e genética. Al servicio de Su Majestad, Essex, Enrique de Essex, tiene claro su cometido. Sin esa violencia intrafamiliar, la Corona británica dejaría de tener sitio, tiempo y sentido.
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