LA TERCERA
Alabanza de corte y menosprecio de aldea
«A nosotros, ciudadanos comprometidos, corresponde ofrecer una realidad alternativa, más soportable por más bella y verdadera, que ayude a la humanidad a reconquistar el paraíso perdido, el paraíso de la belleza y la felicidad, del que fue expulsada»
Clasificación de los sentimientos (10/4/2023)
Cuerpos de esperanza (9/4/2023)

Corren malos tiempos para la imagen de la ciudad. Lo políticamente correcto hoy es el respeto reverencial, a menudo acrítico y siempre sin condiciones a la naturaleza. La moda es lo natural. Lo urbano, lo artificial, es detestable. Este comienzo de siglo parece refugiarse en ... una especie de bucólico ecologismo. Todos los males sociales –violencia, incomunicación, vandalismo juvenil, droga, inestabilidades sicológicas, destrucción familiar, estrés...– se endosan a un ámbito urbano que no sería capaz de responder a las solicitaciones de una sociedad neurotizada.
Pues bien, comencemos provocando: esa tensión es positiva; más aún, precisamente por ser el lugar de la tensión y la conflictividad, la ciudad es el ámbito privilegiado de la creatividad. El territorio de la experimentación y el progreso. 'Pólemos patér pánton', decían los griegos, naturalmente en griego: los obstáculos, las dificultades, los conflictos son el origen de todo. La creatividad y el desarrollo de la cultura exigen la tensión, la 'agón', la lucha, que solamente un ambiente urbano ofrece. En una película ya clásica, 'El tercer hombre', hay un famoso diálogo entre un cínico Orson Welles y un idealista Joseph Cotten. Welles dice más o menos: «Ciertamente, la Italia de los Borgia es una sucesión sangrienta de guerras, terror, asesinatos y traiciones, pero ha dado al mundo a Miguel Ángel, Leonardo, Rafael, el mejor Renacimiento…. Suiza, en cambio, ha disfrutado de una ejemplar historia de cinco siglos de bucólica paz ininterrumpida. Su aportación a la cultura es el reloj de cuco».
Lo específico de la ciudad es precisamente la capacidad de excitar la emulación, la superación autocrítica, la tensión creadora. En la vieja dialéctica de naturaleza versus artificio, la ciudad representaría la catalización de los principios activos y comunitarios frente a los pasivos y solipsistas del campo: la acción frente a la contemplación, la vanguardia frente a la tradición, la experimentación frente al conservadurismo, el arte frente a la artesanía... Roma, Siena, Pisa, Venecia, Padua… la historia de la cultura es la historia de las ciudades. Velázquez y Lope de Vega son Madrid (y viceversa) como Dante es Florencia o Shakespeare Londres. Lógicamente, esa misma tensión creadora lleva a la crítica de las propias deficiencias. No es casual que la idealización del campo sea tentación recurrente, pero siempre para urbanitas críticos. El 'beatus ille' es reflexión de un Horacio, educado en Atenas y Roma; la «descansada vida», propuesta de un fray Luis de León, catedrático en Salamanca.
Solamente un espíritu refinadamente cívico y cortesano como el de fray Antonio de Guevara, polígrafo del XVI, podría escribir el 'Menosprecio de corte y alabanza de aldea', que contrapone una vida rural, limpia, honesta y feliz, a la sofisticada falsedad de la vida urbana. Los poemas pastoriles de Boscán o Garcilaso glosan una maravillosa vida campestre. Pero resulta difícil considerar esos ensueños pastoriles renacentistas y barrocos como algo más que una convención literaria Sin embargo, esa ficción se propone hoy como norma de vida y ha cristalizado en las más ridículas formas de ecologismo fundamentalista. El miedo al hombre y a sus acciones, una actitud pesimista unida a un ridículo complejo de inferioridad, se pueden rastrear perfectamente en dos tipos de estulticia simétricos: los momificadores de la ciudad y los momificadores de la naturaleza.
Al embalsamamiento de los centros históricos, hoy intocables, como si hubieran alcanzado una especie de perfección insuperable y definitiva, ha sucedido la momificación de la naturaleza. Hoy, talar una encina, desviar un arroyo, alterar una topografía, se considera un crimen. ¡Qué necedad! ¡Qué miedo al hombre, siempre juzgado por sus equivocaciones, nunca por sus posibilidades! Cuando la ciudad es la gran utopía humana, la única construida, aunque jamás terminada. Por eso no existe la ciudad ideal, un estado perfecto, completo, incuestionable. Un modelo, una referencia a la que subordinar toda actuación. Hoy ni Sixto V podría planificar la Roma barroca ni Haussmann diseñar el París moderno. Hay que ser libre en la ciudad para transformar esa misma ciudad.
La reivindicación de la ciudad como el lugar de la cultura, la experimentación y la vanguardia, el ámbito de una ambición que no se resigna a lo que le ha sido dado, a lo que ha recibido en herencia, sino que quiere transformarlo a mejor, exige también descargarla de la acusación de ser la causante de sus propias carencias. Su lamentable estado actual no es autoinfligido. La ciudad es víctima, no culpable. La ciudad ha sido destruida por los mismos intereses egoístas que están dinamitando la sociedad que en ella vive. El individualismo economicista, interesado exclusivamente en una rentabilidad medible solo en términos económicos, ha arrasado los genuinos valores humanos al mismo tiempo que el marco físico donde se desarrollan, la urbe. Es el hombre entero el reducido a cosa por la idea del lucro fácil como razón única, y la ciudad tan víctima como él.
«La ciudad actual –decía Chesterton hace ya casi un siglo– es fea y mala no porque sea una ciudad, sino porque no es bastante ciudad; porque es una jungla, porque es confusa y anárquica, movida por energías egoístas y materialistas. En suma, la ciudad actual es ofensiva porque es demasiado parecida a la naturaleza, demasiado parecida al campo». Esta paradoja de Chesterton incide en el punto neurálgico del problema: «movida por energías egoístas y materialistas». El hombre es capaz de estructurar una organización social útil, armónica, a condición de que esté dispuesto a renunciar a esas «energías egoístas y materialistas», a reconocerse persona antes que individuo, uno entre muchos, 'zóon politikón'.
La atomización individualista –anarquía más egoísmo, siempre según Chesterton– supone la negación de los valores humanos compartidos, y como consecuencia el olvido de las obligaciones que esos valores entrañan. Pura irresponsabilidad, en definitiva. «Lo individual –dirá Merton– no es, de hecho, sino negación. Es no otro. Es no todos, ni siquiera otros individuos. Es una unidad separada de otras unidades». La persona, en cambio, resuena en los demás; basa su razón de ser en el encuentro con otras personas, con las que establece una cooperación libre y voluntaria. Si, además, es inteligente, puede dar lugar a una estructura de vida social justa, bella y, por lo tanto, genuinamente humana.
Por eso la ciudad es el ámbito lógico de las personas, porque la ciudad es un sueño colectivo, social, comunitario. «La humanidad –dirá Eliot en el primero de sus 'Cuatro Cuartetos'– no puede soportar demasiada realidad». A nosotros, ciudadanos comprometidos, corresponde ofrecer una realidad alternativa, más soportable por más bella y verdadera, que ayude a la humanidad a reconquistar el paraíso perdido, el paraíso de la belleza y la felicidad, del que fue expulsada, sí, pero que no puede dejar de añorar jamás.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete