una raya en el agua

Las buenas maneras

Ussía fue el albacea moderno de una tradición epigramática que nace en Quevedo y pasa por Larra, Valle, Wenceslao y Camba

Expectativas, cálculos y otros espejismos

Cosas que nunca creeríais

Tenía un humor mordaz y centelleante, heredado de su abuelo Muñoz-Seca y empapado en Wenceslao y Camba pero con ese toque de mala leche que viene de una notable tradición epigramática, de Quevedo a Jardiel pasando por Larra. Tenía el porte noble, el gesto ... caballeroso, la conversación amena y larga salpicada con un punto de guasa. Tenía las orejas grandes –cuando se presentó a la presidencia del Real Madrid se negó a que se las pegaran en la cartelería publicitaria– las manos finas, la nariz afilada, y tenía sobre todo un estilo propio que es la máxima aspiración de cualquier vocación literaria; ese estado de gracia, en el doble sentido de la chispa y de la inspiración iluminada, que convierte a un escritor en un artista de la palabra. Porque Alfonso Ussía era un artista, sí, y un artista inimitable a tal punto de que carecía de epígonos por pura imposibilidad ontológica de aproximarse a su talento y su elegancia.

Era monárquico sin caer en el peloteo cortesano, y un liberal de ese liberalismo conservador de los antiguos 'tories' británicos antes de que se dejasen arrastrar hacia el populismo autoritario. Era un dandy wildeano capaz de dejarse matar antes que renunciar a ir bien vestido y bien aseado; en su 'Tratado de las buenas maneras' dejó un jocoso prontuario ilustrado de normas de educación y urbanidad perdidas en la decadencia del espíritu aristocrático. Era irreverente de puro libre, y en ocasiones faltón, aunque jamás ácido, y menos aún grosero porque la chabacanería le parecía el más grave de los pecados; más de una querella le cayó por cargar la mano en la sátira de algunos próceres contemporáneos. Las ganó casi todas y las escasas condenas recibidas las tomó como un inevitable arbitrio tributario a la creciente falta de 'fair-play' para encajar el sarcasmo. Nunca negoció un adjetivo, ni una metáfora, ni un tema de un artículo que no surgiese de su albedrío soberano.

ETA lo quiso matar, otro tributo a su autonomía de criterio que le costó vivir escoltado durante muchos años sin permitir que el miedo le privase de tomarse también la amenaza a cachondeo. El humor constituía para él, como para tantos grandes del género, un asunto perfectamente serio; mejor una sonrisa que una carcajada, un requiebro oblicuo que un ludibrio gamberro. Gozaba de una memoria prodigiosa aderezada con fábulas e hipérboles donde sólo un lector inteligente podía distinguir entre el testimonio inventado y el auténtico; ése era uno de sus mejores trucos de ingenio. Sabía autoparodiarse sin complejos y creó al efecto un personaje de enorme éxito –el marqués de Sotoancho, un ridículo hidalgo 'de rancio abolengo'– con el que dibujar retratos costumbristas de su clase y de su tiempo. El tiempo de una España en cuya transformación sólo podemos reconocernos aceptando la imagen esperpéntica que Ussía nos devolvía a diario proyectada en su espejo.

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