diario de un optimista

Es mejor pasar calor que frío

El paralelismo entre el enfriamiento de antaño y el calentamiento actual debería llamar la atención de quienes quieren convencernos de que el clima depende de nosotros

La ONU, en busca de la universalidad

¿Es la IA solo una burbuja?

CARBAJO&ROJO

En Belém, en la Amazonia, se celebra el foro mundial de ideólogos del clima, junto a políticos y ONG, bajo el pretexto de un discurso supuestamente científico y humanista. No hay espacio para voces disidentes: todos compiten por exhibir su ecologismo y su solidaridad. Lula ... se muestra complacido. Sin embargo, este sería el momento y el lugar adecuados para reflexionar sobre el fracaso tangible de estas cumbres anuales. El clima sigue cambiando, ajeno a tratados y buenas intenciones diplomáticas. ¿No sería conveniente, para comprender la inutilidad de estas conferencias auspiciadas por la ONU, mirar un poco hacia la historia del clima?

La historia desmonta las ideas preconcebidas sobre los orígenes del calentamiento global. Si bien es innegable que el clima mundial se está calentando –pues es algo medible–, también resulta indiscutible que el cambio climático no es un fenómeno nuevo. Nuestro planeta ha atravesado varios episodios de esta naturaleza. Recordemos, por ejemplo, que entre los siglos XI y XIV Europa fue mucho más cálida que hoy. Prueba de ello es la extensión de los viñedos de la época, que cubrían el norte del continente y buena parte de Inglaterra. De aquel periodo cálido nos quedan las catedrales, financiadas gracias al excedente de unas cosechas excepcionales. Esta edad de oro fue consecuencia del calentamiento global, ya que la agricultura era la única forma de economía conocida. Luego, a partir del siglo XIV y hasta finales del XVII, el clima cambió hacia el frío. Prueba de ello es la disminución de las cosechas, pues la siembra se retrasaba y las cosechas llegaban antes. Europa se empobreció considerablemente durante esta época, conocida por los historiadores como la 'Pequeña Edad de Hielo'. Hay testimonios que relatan cómo, en el palacio de Versalles, el vino se congelaba en las copas. Esta era glacial terminó a finales del siglo XVII, cuando el calor regresó, la agricultura volvió a prosperar y floreció el siglo XVIII.

Son múltiples los testimonios de aquella era glacial, que sembró miseria y perplejidad. Una ilustración célebre la encontramos en la obra del pintor flamenco Pieter Bruegel, quien a partir de 1565 representó por primera vez en la historia de la pintura paisajes cubiertos de hielo. El tema era tan novedoso que se convirtió en recurrente en la expresión pictórica de su tiempo. El enfriamiento no fue solo europeo, sino mundial: los intercambios con China –entonces dominados por navegantes portugueses, españoles y holandeses– aportaban numerosos ejemplos de un cambio climático que afectó a todo el planeta. En el siglo XVI, los holandeses, tan acostumbrados al frío y a su carácter universal, solían decir que cuando la niebla se levantaba sobre Holanda sin duda estaba nevando en Pekín.

Por supuesto, las autoridades de la época, tanto en Europa como en China, se vieron obligadas a intervenir ante un fenómeno difícil de creer que fuera espontáneo. En China, el empobrecimiento provocado por el frío sembró la desolación en el campo, y el pueblo concluyó que el Emperador había perdido el 'mandato del Cielo'. De hecho, en 1644 la dinastía Ming fue derrocada y sustituida por los manchúes, quienes tuvieron suerte: unos años después de su llegada al poder, el clima cambió, se calentó y volvió la prosperidad. En Europa fue el Papa quien recibió la orden de intervenir. Inocencio VIII, en una bula titulada 'Summis désiderantes affectibus' (1484), escribía que era imperativo «perseguir a los brujos y brujas responsables del colapso de la producción agrícola, en particular de la vid y el ganado». Los tribunales de la Inquisición se encargaron de esta caza de brujas, legitimada por el cambio climático, y quemaron a miles de ellas en toda Europa occidental sin que la temperatura se viera afectada.

Como eco de aquella bula de Inocencio VIII, recordemos que el Papa Francisco, en 'Laudato si' (2015), se mostró preocupado por «la violencia infligida a la Tierra» y nos animó a movilizarnos por la naturaleza. No soy teólogo, pero en aquel momento me sorprendió que la Naturaleza debiera prevalecer sobre la humanidad, una visión bastante pagana.

El paralelismo entre ambas épocas –el enfriamiento de antaño y el calentamiento actual– debería llamar la atención de quienes quieren convencernos de que el clima depende de nosotros. En el siglo XVII las culpables eran las brujas; hoy lo es el dióxido de carbono, esa emanación diabólica del capitalismo industrial. En ambos casos, los justicieros toman el poder para denunciar culpables: ayer fue la Inquisición; hoy, las innumerables ONG que califican de 'nazis' –nada menos– a todos aquellos que, sin negar el calentamiento, se atreven a cuestionar sus causas. No digáis en voz alta que el calentamiento es un fenómeno natural, al menos en parte, cuya causa primordial aún desconocemos: os arriesgáis a la excomunión, igual que en el siglo XVII si afirmabais que el enfriamiento escapaba a nuestra comprensión y control. Si seguimos el paralelismo entre ambas épocas, hay que reconocer que en ambos casos la intervención de los poderosos y de los autoproclamados expertos no ha tenido ningún efecto. Quemar brujas no logró revertir la era glacial; destruir centrales nucleares o térmicas y desplazarse en bicicleta no ha tenido hasta ahora ningún efecto apreciable sobre el calentamiento global. Se instalan aerogeneradores, se circula en coches eléctricos… y el termómetro sigue indiferente. ¿No deberíamos plantearnos, por fin, preguntas incómodas?

¿Es mejor calentarse o enfriarse? Para la medicina no hay duda: se muere más por el frío que por el calor. Y hoy en día dominamos suficientes técnicas para contener los efectos nocivos del calentamiento, mientras que nuestros antepasados, frioleros, no tenían más remedio que ponerse un abrigo, si podían permitírselo. El debate sobre el clima resulta apasionante si lo situamos en una perspectiva histórica que muestra hasta qué punto no dominamos la naturaleza, aunque pretendamos hacerlo. También lo es porque revela la necesidad humana de creer en algo, sea lo que sea. Consideremos, pues, que la cumbre de Belém es una gigantesca misa laica a escala planetaria que refuerza el poder de un nuevo sacerdocio inquisitorial: el de los ecologistas. En este sentido, recordemos que el exvicepresidente de Estados Unidos Al Gore, quien recibió el premio Nobel por su lucha personal contra el calentamiento global, ya no cree hoy en la responsabilidad exclusiva del dióxido de carbono. Sin embargo, señala que esta lucha, probablemente inútil, une a la humanidad en torno a un mismo culto. Según él, cualquier unidad es buena, aunque la causa sea mala. Le dejamos, pues, la paternidad de esta paradoja.

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