EDITORIAL

La responsabilidad de García Ortiz

Lejos quedan los días en que los partidos y los poderes ejecutivo y legislativo, este también en proceso de descomposición, respetaban las decisiones judiciales

Que un reo se aventure a alegar ante el tribunal que lo juzga que todo el proceso es una venganza resulta frecuente, sobre todo entre los que parecen más culpables. Pero si ese reo es el fiscal general del Estado y lo sostiene ante ... el Tribunal Supremo en el primer juicio en que se acusa a alguien de su cargo y condición, tiene otras derivadas, de mayor dimensión y trascendencia. En un intento por salir indemne del lodazal jurídico en el que él mismo se metió, involucrado en una operación para hacer públicos los datos de un particular para terminar políticamente con la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Álvaro García Ortiz daña muchas más cosas que el decoro necesario en su puesto. Sirve para añadir fuego a la hoguera de las teorías conspirativas comandadas desde Moncloa para dar el mayor golpe a la judicatura que se recuerde.

El fiscal general del Estado, que hoy se quitó por primera vez la toga, se negó a responder a las acusaciones y solo se avino a cumplir con las preguntas de la parte de la defensa en la que se han situado –comprometiendo la imparcialidad de las instituciones– la Fiscalía y la Abogacía del Estado que lo defienden, una de manera oficiosa y la otra de manera oficial. Con todo, las fintas que dibuja sobre el terreno judicial el fiscal general, imbuido de todos sus cargos y siendo superior jerárquicamente de los fiscales que testificaban y de los que actuaban en el caso, no le garantizan alcanzar la inocencia. Cuesta concebirla tras su declaración y la de los agentes de la UCO que corroboran que el borrado de los mensajes de manera voluntaria y la destrucción de su terminal el día en que se supo investigado suponen un ejercicio de destrucción de pruebas de una geometría perfectamente reconocible. Al margen de que el Tribunal Supremo lo considere inocente o culpable, la responsabilidad de Álvaro García Ortiz ya está clara, como actor de una maniobra, desde la misma cima de la Fiscalía, para desacreditar a un contribuyente anónimo y matar políticamente a una rival del Gobierno que lo nombró. Más allá de la revelación de secretos, este hecho abre una inquietante sima en la confianza que el ciudadano debe al cuerpo de fiscales, en el que cualquier particular puede ver vulnerado sus derechos para convertirse en arma política contra él o contra otro, en una degradación manifiesta del Estado de derecho. Y esto poco tendrá que ver con la sentencia, pues esta autoría está más que comprobada.

Llegados a este punto, el sentido de la sentencia pesará poco: para el Gobierno y sus socios, el acusado es inocente, como dijo Pedro Sánchez en una entrevista reciente, en un ataque directo a la separación de poderes. La Moncloa ha hecho suyos los argumentos de los independentistas según los cuales si los tribunales les daban la razón, el sistema los había perseguido injustamente, mismo argumento que sostenían si se la quitaban. Cabe preguntarse si Pedro Sánchez indultará a García Ortiz si es condenado, dado que defendió su inocencia por intereses políticamente espurios y sin haber siquiera terminado el juicio. La conclusión es que si el Supremo falla en contra del fiscal general, la Moncloa sostendrá que lo ha hecho sin pruebas, y si lo exonera, que lo habrá perseguido políticamente durante la instrucción. Lejos quedan los días en que los partidos y los poderes ejecutivo y legislativo, también en descomposición, respetaban las decisiones judiciales. El daño al Estado de derecho está hecho y dejará una cicatriz dolorosa y profunda en la piel de una nación azotada por el autoritarismo.

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