ANTIUTOPÍAS
Las amenazas del pasado
Estos moralismos, lejos de hacernos mejores personas, nos están volviendo más obtusos e intolerantes
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Iniciar sesiónLa sociedad contemporánea tiene una relación muy extraña con el pasado. Lo investiga y lo cita, pretendiendo encontrar en él razones y legitimidad para las luchas políticas del presente, pero también lo rechaza y lo esquiva, temiendo encontrar trapos sucios que avergüencen. Cuando se trata ... de obras arte, pone cartelitos que advierten sobre las terribles aberraciones que se toleraron hace cincuenta, cien, quinientos años, pero que hoy pueden corromper la pulcra mirada del espectador contemporáneo. A veces el pasado nos sirve, porque se deja instrumentalizar; y a veces nos incomoda, porque no se ajusta a la última pirueta moralista demandada en el presente.
Tal vez esto habla de cierto narcisismo e infantilismo contemporáneo. No aceptamos que el pasado sea una cosa distinta de nosotros, con sus valores, categorías y lógicas, y le exigimos retrospectivamente lo imposible, que se adapte a nuestra moral o que no estorbe. La fragilidad infantiloide recomienda usar profilácticos cada vez que entramos a un museo o miramos hacia atrás en el tiempo. Todo parece peligroso, contaminante, vírico. Los artistas del renacimiento pintaban violaciones de mujeres, Balthus retrataba niñas con insoportable ambigüedad sexual, las películas de 'Cine de barrio' manifiestan con desenfado conductas machistas y humoradas de dudosa probidad. Como niños, queremos que el pasado nos dé gusto en todo. Que no sea lo que fue sino lo que debió ser. Y para curarnos de sus efluvios nocivos escalamos varios peldaños morales, y desde las alturas condenamos todo lo que nos resulta extraño.
A los artistas no los juzgamos por su genio y su talento, sino porque en tal ocasión dijeron esto o hicieron aquello que no me gustó, como si su función en la vida no fuera crear obras de arte sino darle gusto al censor moral que anida en el pecho del espectador contemporáneo. Todo tiene que ser un reflejo moral de mí mismo. No hay posibilidad de que a alguien que piense distinto le quepa razón o esté legitimado para vivir como le dé la gana. Ya no es el ideal kantiano, sino el capricho de cada cual, el estándar al cual se debe ajustar la humanidad. Esta bobería, este infantilismo caprichoso, es la negación de la actitud comprensiva que permite entender el pasado o cualquier fenómeno cultural de períodos más recientes. No busca situar los fenómenos en su contexto para extraer de allí las claves que lo explican, sino evaluar si se adapta a los requerimientos o las batallas culturales del presente.
Estos moralismos, lejos de hacernos mejores personas, nos están volviendo más obtusos e intolerantes, menos sensibles a la diferencia y por eso mismo menos pluralistas. Esperamos que la cultura y la historia tengan una utilidad, que el arte nos haga buenas personas y que la historia legitime nuestras identidades, y entonces ya no importa entender ni disfrutar nada, sólo instrumentalizar el pasado y domesticar las artes para hacer de ellas un espejo en el cual vernos reflejados.
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