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Por lo que sea

Colas virtuales y otras colas

Ser clase media es hoy tener agenda de ministro, o sea, vivir con el ocio planificado por legislaturas

Tipos de ruido

Una cola en Madrid Isabel Permuy
Bruno Pardo Porto

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Hay un cuento de Amor Towles en el que un hombre llamado Pushkin vive feliz en el campo hasta que su mujer, metidísima en la Revolución rusa –es 1918–, lo convence para mudarse a Moscú. Allí no tarda en descubrir que la vida es ... más dura y aburrida, y que el paraíso es todavía un sueño lejano en el asfalto. De pronto, todos sus conocimientos de agricultura son inservibles, y él es poco menos que un paria al que mandar a hacer los recados, así que Pushkin hace la cola del pan, la cola de la leche, la del azúcar, la de la sopa. Son colas larguísimas, y para entretenerse se mete las manos en los bolsillos (manos inútiles) y se dedica a la contemplación de la vida, de la arquitectura, hasta que descubre que es buenísimo en eso, esperar, y empieza a hacerlo para otros, un trabajo con el que asciende como un Forrest Gump soviético y, con los años, se gana un piso en la mejor zona de la ciudad, entre otros favores. Una mañana, un tal Serguéi Litvinov le pide que haga la cola en la Oficina de Visados y Registros para conseguir un pasaporte para ir al extranjero. Tras diecisiete días de maratón burocrática, y estática, llega su turno, pero Litvinov no aparece y es él quien consigue, por carambola, un pasaporte para ir a Nueva York: es la vida, que lo empuja. ¿Y qué se encuentra allí, al otro lado del mundo y del telón de acero? Más colas: la del equipaje, la del taxi, y la más triste de todas: la de la caridad, que vive su momento de gloria por la resaca del crack del 29.

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