La Tercera
La libertad del mando a distancia
El 11 de junio de 1995 se enfrentaron quienes querían quitar a los italianos una televisión diseñada para ir en contra de sus gustos, porque había que 'educar' a los ciudadanos. Y los que, en cambio, defendían la libertad del mando a distancia
¿Mixta o diferenciada? Las dos
Demolición moral
El 11 de junio de hace treinta años, los italianos tuvieron que votar en doce referendos. Tres de ellos se referían a la televisión. Fueron ideados parar matar políticamente a Silvio Berlusconi, cuando éste se había convertido (sólo durante ocho meses) en primer ministro ... en 1994. El objetivo era devolver a sus empresas, a sus cadenas de televisión, a una dimensión en la que no pudieran competir con la televisión pública. El cebo para los electores era apetitoso: si votaban sí a una de las preguntas, se ilegalizarían las pausas publicitarias durante las películas, a excepción de la que hay entre la primera y la segunda parte. El 58 por ciento de los 28 millones de italianos que votaron (algo menos del 60 por ciento de los electores con derecho a voto) optaron por mantener los anuncios en las películas. Los intelectuales, para quienes lo único más vulgar que la televisión es la publicidad, estaban desconcertados.
Los españoles conocen las actividades empresariales de Berlusconi, además de recordarle como protagonista de una larga y controvertida carrera política. Berlusconi y su grupo llegaron a España en 1990. El nacimiento de la televisión privada representaba una liberalización 'pilotada' por el Gobierno de Felipe González y parte de un programa más largo para la modernización del país.
No había sido así en Italia. A menudo se dice que la fortuna del empresario Berlusconi se debió a las protecciones políticas. Era imposible que un industrial no las tuviera, en la Italia de aquellos años, cuando el 'Estado empresarial' era omnipresente. Pero en Italia, el nacimiento de la televisión privada no fue ni ordenado ni parte de un diseño político.
En los años 70, una sentencia del Tribunal Constitucional acabó con el monopolio de la televisión pública, que se había resistido hasta entonces por la escasez de frecuencias: al haber un solo canal, se pensaba que no había sitio en el espectro hertziano para los privados. La televisión privada, sin embargo, sólo tenía que emitir localmente. Muchos se lanzaron a la aventura pero sólo un empresario de 40 años tenía un planteamiento diferente. Desde el principio, Berlusconi ya sabe que quiere competir con la RAI. Su visión es, en retrospectiva, sencilla: las cadenas son plataformas para vender publicidad, y para vender publicidad hay que ofrecer a los anunciantes la misma audiencia potencial que les ofrece la RAI.
¿Cómo hacerlo si la privada no puede emitir en todo el país? Berlusconi compra varias emisoras locales, que formalmente siguen siéndolo. Pero graba toda la programación diaria en una bobina. Las emisiones son radiadas por antenas que cubren cada una un territorio delimitado, pero de hecho la programación es nacional. Esto implica la renuncia a la emisión en directo, lo que significa limitar el espacio para los deportes y los informativos. A cambio, Berlusconi compra generosamente los derechos de películas y series de televisión. La televisión italiana, en los años 80, se llenó de películas: de 1954 a 1976, el monopolio público emitió un centenar de películas al año. En 1987, cuando la televisión de Berlusconi estaba bien establecida, se emitían 1.300 películas al año, entre la RAI y las privadas. Mientras los políticos discuten las normas, Berlusconi actúa y en 1984 es propietario de tres cadenas. Su éxito le ocasiona una serie de problemas: algunos jueces de primera instancia intentan censurar sus cadenas de televisión, impugnando sus emisiones nacionales, prohibidas por la ley. Imagínate si bloquearan Whatsapp o Instagram. Se produce entonces una pequeña revuelta popular.
La ley que debía regular la televisión llegó en 1990, consolidó la competencia que existía y sentó las bases para que hubiera más, pero fue impugnada de inmediato. Cuando Berlusconi entró en política, se pusieron en marcha tres referendos para herirle, a ser posible mortalmente. Uno es el de la publicidad en las películas, del que ya hemos hablado. Otro se refiere al número de concesiones de televisión que puede poseer un particular: se reduciría, mientras que el perímetro de la televisión pública permanecería invariable. La última es más complicada, se refiere al número de canales para los que una misma empresa podría captar publicidad: debería haber un máximo de dos.
Ahora que hablamos de él en pasado, sabemos que Berlusconi era un mago de las campañas electorales: ganó al menos un par de ellas contra viento y marea. Cuando llegan los referendos, sin embargo, se encuentra en el peor momento de su aventura política: ha sido desalojado del Gobierno, todo el mundo le da por acabado. Sus lugartenientes negocian para evitar los referendos, no lo consiguen. Al final, dice, tendrá que someterse «al juicio de Dios». Pero esa campaña electoral no la abordaba él: la abordaban sus canales de televisión. Canales de televisión que, más que la política, que siempre había tenido un papel protagonista en la televisión estatal, habían llevado un poco de ligereza y entretenimiento a los hogares italianos. Ser una televisión comercial, un instrumento diseñado para colocar anuncios, significaba dar a la gente lo que quería. La televisión pública, por el contrario, estaba destinada a educar a los buenos ciudadanos.
Por eso, en 1995, son los protagonistas del vídeo, los preferidos del público, los que hacen campaña para proteger las cadenas de televisión en las que trabajan. También hay un comité de empresa que defiende a su patrón, y en Roma desfilan 4.000 personas en la única procesión de la historia que, para no molestar, se sitúa en la acera. Todos ellos explican a los electores que sólo teniendo un tamaño comparable al de la RAI, es decir, tres televisiones, puede una privada competir con ella en películas y talentos. Y la publicidad es la razón por la que mientras la televisión pública la paga con un impuesto 'ad hoc', la de Berlusconi no la paga en absoluto.
Los italianos entienden perfectamente el argumento: comparan la situación en los tiempos de la competencia entre lo privado y lo público y la de los tiempos del monopolio público. Les dicen que el referéndum le daría un golpe en la cabeza a Berlusconi. Esto no está claro, pero está claro que disminuiría el número de canales de televisión entre los que pueden elegir qué películas ver por la noche. Está en juego una libertad concreta, la libertad del mando a distancia, que los italianos habían descubierto en los diez años anteriores y a la que no quieren renunciar. Por eso votan «a Berlusconi», según los sondeos, incluso personas que normalmente votarían a los Verdes o a los neocomunistas.
Muy a menudo nos quejamos de que los votantes son insensibles a la causa de la libertad. Quizá sea porque la libertad es, como todas las palabras en política, abstracta, lejana. El 11 de junio de 1995 se enfrentaron quienes querían quitar a los italianos una televisión diseñada para ir en contra de sus gustos, porque había que «educar» a los ciudadanos. Y los que, en cambio, defendían la libertad del mando a distancia.
Esta es la libertad que defendían los italianos. La libertad de elegir entre seis canales de televisión en lugar de cuatro o cinco. Lo único que realmente puede defender la libertad concreta es el sentido común concreto de la gente corriente. No ocurre a menudo, pero en aquel junio de hace treinta años sí.
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