lente de aumento
La risa del poder
La risa de Sánchez no es espontánea: es un toque de corneta. En el ecosistema del sanchismo, el entusiasmo es protocolo y la adulación, norma
Un galardón que da esperanza
Salvar al líder supremo
Esa carcajada hiperbólica no es solo el gesto sobreactuado de un gobernante que confunde la liturgia del poder con el teatro del ego. Es también la señal inequívoca de su carácter: un histrión que necesita convertir cada escena en una ovación. Pero detrás de ... la risa, como en toda comedia política, se adivina el temblor del miedo. El temor al abucheo, al grito, a ese desprecio que se ha ganado un rey desnudo, siempre esquivo con el pueblo
La risa de Sánchez no es espontánea: es un toque de corneta. Marca el paso de sus fieles, la señal que convoca a la jauría. Porque en el ecosistema del sanchismo, el entusiasmo es protocolo y la adulación, norma. De ahí que siempre haya quien, entre tuit y tuit, compita en genuflexión, convencido de que en Palacio el emperador premia la devoción más ruidosa, un partirse la camisa, el jaleo del halago que tiene mucho de desespero.
En esa corte de los milagros, cada figura desempeña su papel. Ahí está el poeta oficial, convertido en juglar de La Moncloa, recitando loas al poder con la misma pasión con que antaño rimaba rebeldías. Luis García Montero, un poeta discreto en su verso pero destacado en mandobles a diestro, nunca a siniestro. Se sabe reo de sus dineros, los que llegan por esa fidelidad de derviche. O el exprofesor metido a tabernero airado, eterno aspirante a tribuno, que busca en los platós la épica que no encontró en las urnas, desde la que descendió a los infiernos. Los une un mismo afán: seguir formando parte del cuadro, aunque sea como caricatura, pepitos grillos de otro tiempo, hoy fabulados como si se conjuraran con el deseo íntimo de que España volviera a los brazos en alto.
Ríen. Y su risa –más que alivio– es conjuro. Ríen porque se saben observados, porque el miedo al silencio los delataría. Ríen para no oír el rumor que asciende desde la calle, ese zumbido de país cansado que ya no confunde el aplauso con el respeto.
Lo suyo es una comedia sin Sancho: solo hay Quijotes invertidos que ven gigantes en todo lo que los contradice. Y así, entre risas impostadas y consignas recicladas, van dejando tras de sí un paisaje cada vez más irrespirable. Porque el humor del poder, cuando se impone desde arriba, deja de ser risa y se convierte en eco de mando. Y ese eco, ya se sabe, no hace gracia: asusta.
Sí, da miedo porque el poder va sin freno, desbocado, histérico, ajeno a eso que debería ser marchamo de todo estadista: saber cuándo ha llegado el momento de apartarse, de escuchar al pueblo, ese al que tanto mientan en una sinécdoque tremenda. Si Sánchez lo hiciera, aunque solo fuera un momento, constataría que el suyo es una era de turbiones, muros y trincheras. Un mundo que trajo y debería irse con él. Sin risas ni aspavientos.