Vivimos como suizos
Todo lo dorado de Doris
A Lessing nunca se le ocurrió avergonzarse de su cuerpo, ni siquiera en su fase más gorda
Jean d’Ormesson dijo en 1980 a propósito de Marguerite Yourcenar: «La Academia recibe a un escritor, no a una mujer». En el caso de la autora de «Memorias de Adriano» quizá tuviera algo de razón. Pero hay otras escritoras tan escritoras como mujeres. Siendo, ... además, tan buenos escritores como cualquier señor con barba. Son mujeres, madres, amas de casa, toda esa basura. Shirley Jackson, Sylvia Plath y la propia Doris Lessing, que en lugar de meter la cabeza en el horno se divorció y dejó a sus hijos con el padre. De la premio Nobel se acaba de cumplir el centenario. Esa es la excusa para hablar de ella. De Doris Lessing (Irán, 22 de octubre de 1919-Londres, 17 de noviembre de 2013) Lumen ha reeditado «El cuaderno dorado». Para muchos, una biblia del feminismo. Para ella, no («cada uno lee lo que quiere»). Pero publicado a principios de los 60, durante la segunda ola del feminismo, habla de masturbación, eyaculación precoz, impotencia, menstruación, las dificultades para llegar al orgasmo o lo que la maternidad suponía de renuncia para las mujeres. Desde luego, no se puede comparar «El cuaderno dorado» (una de las novelas más importantes del siglo XX) con la birria de libros sobre feminismo que desbordan las mesas de novedades en las librerías.
Algunas papisas de esa segunda ola (Germanie Greer, Gloria Steinem o Betty Friedan) alabaron «El mito de la belleza» de Naomi Wolf (de la tercera), dejada en ridículo públicamente por su último libro sobre represión homosexual en la época victoriana. «El mito de la belleza», tan elogiado en su tiempo, no era mejor. No sólo por sus cifras disparatadas sobre mujeres muertas por anorexia en Estados Unidos sino porque, además, tomaba cosas que Simone de Beauvoir ya había escrito en «El segundo sexo» sobre la tiranía del aspecto físico (hablaba de ropa, maquillaje o modales como objeto de escrutinio en las mujeres, no en los hombres). Como mujer al margen de muchas tonterías, la autoestima física de Lessing es un ejemplo. «Nunca se me ocurrió avergonzarme de mi cuerpo, ni siquiera en mi fase rolliza. Solía plantarme entre la gente con el conocimiento de que mi cuerpo era fuerte y bonito». Por supuesto, no todo era coherencia en Lessing. Abandonó a sus dos primeros hijos con su padre («Yo no abandonaba exactamente a mis hijos a una muerte temprana. Nuestra casa estaba llena de gente preocupada y cariñosa. Estaban mejor que conmigo»). Pero luego, siendo libre para hacer lo que quisiera, tuvo otro hijo. Igual que ingresó en el Partido Comunista en 1951 («por razones que aún no entiendo», dijo más tarde). Lo abandonó en 1956. Su independencia frente a todo, también frente al feminismo ortodoxo, siempre le ha acarreado críticas. Víctima de «cosquillas» en su infancia por parte de su padre, dijo que la preocupación de finales del siglo XX por el abuso infantil era un «movimiento histérico de masas».
En los últimos años de su vida, Doris Lessing seguía teniendo muy claro lo que necesitaban las mujeres: igualdad de oportunidades, igualdad de salario, permisos por nacimiento y buenas guarderías. El resto era bla bla bla. Pero resulta que en ese bla, bla, bla está el actual feminismo de cuarta ola. De cuarta hostia. Una vez, en los 70, Lessing escribió sobre «matas de pelo dorado en los sobacos». Los editores estadounidenses, a los que no importa la descripción de una violación, querían que quitara eso. Venga, vale, no es como las «axilas como cálices» de Elizabeth Smart en «En Grand Central Station me senté y lloré» (Periférica), pero es bonito. No lo quitó.