Sin Woody Allen
Este ha sido el primer año sin película de Woody Allen. Para los de mi edad, primer año sin espejo
Son cosas de la edad: todo hombre está condenado a ir perdiendo el precario mundo que fue el suyo. Y, en un momento u otro de su vida, condenado a no reconocerse ya parte del universo, ahora de sombras, que lo rodea. A ese borrado ... minucioso de todo cuanto conocimos y en lo cual nos reconocimos, llamamos curso del tiempo. En él, van disolviéndose todas nuestras raíces. No está nada mal: a fin de cuentas, un hombre no es un árbol, y no hay libertad que no deba ser pagada en desarraigo. Es un precio pesado a veces: la pérdida de esos nimios automatismos, de esas diminutas cartografías que tejen los gestos diarios, nos hiere.
A esos borrones opacos del azogue perdido en nuestro espejo, llamamos melancolía. No recae sobre los grandes acontecimientos. Que en sí mismos administran siempre el antídoto emocional a su veneno. Recae sobre pequeñas naderías. Que sabemos que no van a volver nunca. A mí me ha sucedido esta mañana. De pronto, sin motivo preciso. O, tal vez, con el bobo motivo de las liturgias memoriosas que el balance del año impone.
Un minucia: 2018 ha sido el primer año sin película de Woody Allen. Que no está muerto: la muerte, en su grandeza, incorpora el pathos de su consuelo. Que está enterrado en vida. En una de las mayores obscenidades de este mundo en el que los de mi edad sobrevivimos. Sin consuelo.
Año tras año, el cine de Woody Allen fue acotando el reloj de nuestras biografías. Fuimos jóvenes, atónitos espectadores del estallar de un mundo en el cual todo iba a ser posible, con la dulce mitomanía del Bogie de Play it again, Sam, y, a su semblanza, quisimos encerrarnos en salas de cine y filmotecas para hacer nuestro hasta el último tic de Casablanca. Entendimos nuestra condena a ser adultos con dos obras maestras encadenadas: Annie Hall y Manhattan. Adivinamos el desasosiego que venía con aquella elegía de un mundo falsificado que fue Zelig. Vimos llegar el ocaso con Another Woman… Luego, vinieron películas menores. Pero siempre reconocibles. Allen fue el espejo de lo bueno y de lo malo: el espejo de nuestras vidas. Y éste ha sido el primer año sin película de Woody Allen. Para los de mi edad, primer año sin espejo.
Hubo, en medio, una señora que decidió destruirlo. Había sido su señora, así que uno puede resignarse a decir que Allen se buscó el infierno él solito. Pero el infierno es eso: la tentación humana de siempre autodestruirse. En el delirio de Mia Farrow, Woody Allen alcanzó su suicidio. Los jueces consideraron -fue hace más de veinte años- que la denuncia de la tal señora era tan auténtica como un billete de cuatro euros. La exculpación del acusado fue completa.
Mucho más tarde, el mundo se trastrocó. Y, hace poco más de un año, encantadoras profetas del género superlativo decidieron desvirilizar el universo, criminalizar las aberraciones poéticas del imaginario fálico. Y aniquilar a Woody Allen tomó valor de punición ejemplar, de hoguera simbólica. Era preciso borrar, no ya el futuro, ni siquiera el presente, de uno de los pocos grandes del cine aún vivos. Era preciso exterminar también su pasado: hacer arder sus celuloides en las filmotecas; o, cuando menos, encerrarlos en blindadas cajas oscuras, como reliquia de lo que fue un arte perverso: Hitler hizo lo mismo en 1937.
Woody Allen no existió. No existe su memoria. Y, de un modo literal y misterioso, con él borrado, nos borramos nosotros. En el espejo no hay nada. Y el mundo deja de ser interesante. Son cosas de la edad. No hay motivo de alarma.