cambio de guardia
Donde fe, lotería
Nosotros, a fuerza de haber perdido a todos los dioses, creemos en la lotería: un dios a nuestra altura
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Iniciar sesiónEra el siglo de las metáforas: en la ilusión óptica de sus iglesias como en la malla de tropos sobre la cual enredan su algoritmo endecasílabos o alejandrinos; en la bóveda fingida de una basílica jesuita de Roma como en los prolijos laberintos silábicos de ... Góngora o de Quevedo. Y, en ese virtuoso cónclave de metáforas, sinécdoques, metonimias, que un gramático atribuirá en 1660 al gusto de los hombres por «dejarse llevar casi siempre más por el sentido de sus pensamientos que por las palabras de las que se sirven para expresarlos», Blaise Pascal iba a asentar uno de las no muchas metáforas que logran vencer al olvido: «Corremos despreocupadamente hacia el precipicio, luego de haber puesto entre él y nosotros algo que nos impida verlo».
A esa cegadora pantalla, que nos ahorra adivinar la bruma indefinida a la cual nos arrojamos bajo apodo de futuro, damos los humanos el nombre de lo que es, sin duda, nuestra suprema astucia: el juego. Y ese juego alza para nosotros un universo de reglas ilusorias. En él, regular el destino, impartir premios y castigos, no quedará nunca más al albur de aquellos lejanos dioses tradicionales que, ya que no otra cosa, eran, al menos, más poéticos. Los dioses que hoy merecen fe popular caben en un pequeño rectángulo de papel impreso. Con un número mágico en él. Un número cuya virtud salvífica garantiza el Estado. Y que el Estado vende con la misma unción con la que, en tiempos menos prosaicos, se vendían bulas papales. Y creo que es a Chesterton a quien debemos aquello tan ingenioso de que «lo malo de dejar de creer en Dios es que uno acaba por creer en cualquier cosa». Nosotros, a fuerza de haber perdido a todos los dioses, creemos en la lotería: un dios a nuestra altura.
El Madrid de mis paseos matinales es el mismo desde hace muchos años. Sobre su espejo, veo cambiar las estaciones atmosféricas y perdurar los gestos humanos. El cruce de la calle del Carmen con la de Mesonero Romanos fija las coordenadas de esos paisajes y esos gestos. Un vértice comedidamente anónimo desde el final de enero hasta el verano. Día a día, más concurrido a partir de la última semana de agosto. Luego, un ojo paciente podrá tomar nota de la condensación de expectantes transeúntes ante sus escaparates. Mediado septiembre, se van formando las primeras colas. Hacia octubre, compiten ya con las piadosas que congrega un Cristo milagrero cada primer viernes a dos pasos de las Cortes. Desde inicio de noviembre, la cola da vuelta entera a la manzana: este año, las vueltas fueron dos. Y, mediado diciembre, la desesperación se adueña de los que hasta allí peregrinan: los viáticos para el destino luminoso se agotaron. Ni un miserable décimo le queda a Doña Manolita por vender. Llanto y crujir de dientes. Y paraíso del reventa. Y uno que gana siempre: el infalible Estado.
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