Tigres de papel

La meritocracia y la legítima desigualdad

Cualquier igualitarista radical podría dar el alto a nuestro razonamiento y señalar que toda desigualdad es, de por sí, ilegítima

Aristóteles definió la polis, hace veinticinco siglos, como una multitud de ciudadanos semejantes. En diálogo con aquella intuición clásica, en el siglo XIX, Alexis de Tocqueville llegó a conceder que hay, también, en el corazón humano, un gusto depravado por la igualdad. Entre ambos pensadores ... se asienta gran parte de nuestra tradición política. Por ello, dos indicadores se hacen imprescindibles para abordar la igualdad como una prioridad civil: qué grado de diferencias estamos dispuestos a asumir como deseables y qué criterio vamos a escoger para legitimar dicha desigualdad.

Cualquier igualitarista radical podría dar el alto a nuestro razonamiento y señalar que toda desigualdad es, de por sí, ilegítima. Pero a la hora de la verdad todos entendemos que hay diferencias imprescindibles, como aquellas que determinan el acceso a las magistraturas públicas o a algunos empleos. Creo que nuestra Constitución es sabia también en este punto y por eso apela en su artículo 103 al binomio del mérito y la capacidad. Incentivar la virtud es, además, el signo de las naciones saludables y bien ordenadas.

En este gusto tan español por importar problemas teóricos de los EE.UU., desde que Michael Sandel publicara ‘La tiranía del mérito’, no pocos se han lanzado a criticar la meritocracia. El debate se inicia, sin embargo, desde un error categorial. Se señala que la meritocracia no existe al tiempo que se intenta probar su injusticia. Me temo que hay que elegir: o la meritocracia es mala o la meritocracia no existe, pero las dos cosas a la vez no pueden darse.

Es de justicia conceder que nadie debería verse lastrado por condiciones que no son elegidas y, desde luego, es una obviedad palmaria que nuestra sociedad sigue procurando muchas ventajas a quien por cuna, por fortuna, o hasta por nacer en una determinada comunidad autónoma, parte de una condición privilegiada. Pero la única forma de reparar esa injusticia material es, precisamente, abogando por una mejor y más perfecta meritocracia. Es decir, defendiendo que sean el mérito y el esfuerzo, y no el apellido, el azar o los favores, lo que determine la distribución de esa legítima desigualdad.

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