El avecrén del cine español
Su voz no era la de Richard Burton, ni tenía la contención y el freno gestual de Montgomery Clift. La voz de López Vázquez tenía un tono y un color envasado, y podría haber servido para doblar al robot de la Guerra de las Galaxias, ... y su catálogo de muecas y aspavientos, para ilustrar un tratado de mus para nórdicos.
Y con ello, además de con algunas otras peculiaridades externas e internas que lo hacían inconfundible, el cine de siete décadas se ha alegrado tanto de tenerlo dentro como cualquier guiso una punta de jamón. Siete décadas, pues empezó en 1946 en «María Fernanda, la jerezana», de Enrique Herreros, y hace apenas un año aún insistía en «¿Y tú quién eres?», de Antonio Mercero. Inconfundible e incombustible. Más de sesenta años de vorágine interpretativa, de presencia en tromba en el cine español permiten decir de él que, tanto o más que inconfundible e incombustible, ha sido indispensable, o imprescindible. El avecrén del cine español.
A López Vázquez nadie lo recuerda joven, en el sentido bisoño o ternasco de la palabra, ni siquiera su primer cine, donde ya asomaba con la frente muy despejada, el bigote mustio, los hombros cargados y el ojo tristón, y dentro de un traje gris oscuro. Tampoco se le recuerda ni como principal ni como secundario: López Vázquez era el protagonista absoluto de sus escenas, tuviera más o tuviera menos: en apenas sus primeros diez años de profesión de actor, atesora mejor obra que el Guggenheim de Bilbao; y en su segunda gran década, la de los sesenta, más aún que el Reina Sofía...
«Esa pareja feliz», «Novio a la vista», «El pisito», «Madrugada», «Un marido de ida y vuelta», «Los tramposos», «El cochecito», «Plácido», «La gran familia», «Atraco a las tres», «El verdugo»... Y tiene, por supuesto, más épocas y colores que Picasso, y ennobleció la comedia antes (y después) de ennoblecer el drama, y ennobleció el viejo cine antes (y después) de ennoblecer el nuevo cine, Saura y Cia.
Ese talento transparente y ajustable le permitía interpretar aquel elogio al astracán y a la comedia disparatada e infantil en «El astronauta», de Javier Aguirre, y de inmediato abarcar y envolver uno de los personajes más complejos, hondos, dramáticos y emocionantes de la historia del cine y tramado por Armiñán, el de una señora de provincias perpleja, atemorizada y escondida en el absurdo cuerpo de López Vázquez en aquella España de 1970.
Actor enorme, gigantesco, que se eleva incluso por encima de su descomunal obra, y que, al tiempo, se pliega y frunce humildemente con ella. Y lo del vacío, tantas veces tópico en estos casos, es en el suyo una verdad física, medible, demostrable: ¿cuántos actores se necesitarán para taparlo?
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