después, 'naide'
Manual para matarse en San Isidro
En esa cuarta dimensión del ruedo se cruzaron un toro bravo y un torero de bragueta. Se daban ventaja el uno al otro en el corazón de la gran ciudad, tan cerca y tan lejos de los filtros de Instagram
'Mira, es el Papa'
Chayanne, el torero y el bombero

La primera vez que Fonseca se tiró a matar a Brigadier se lanzó de cabeza, como un 'allblack' y, al chocar las masas y dar con el rostro en el morrillo del toro, con el arpón de una banderilla se le abrió una brecha ... en el careto. Pese a lo aparatoso del golpetazo y la desorientación con que intentaba levantarse, titubeante, en el tercio, de la jeta le asomó una sola gota, negra, triste y definitiva, una sangre antigua y simbólica como de Martínez Montañés. Yo cuando veo torear a Isaac Fonseca me imagino ante el televisor a su abuela en Morelia (Michoacán), la mujer a la que compró una lavadora con su primer sueldo de torerillo.
Al sentir el pinchazo, el toro buscó las tablas después de una lucha entre dos perfectos caballeros que fueron el toro y el torero, una lid como de otra dimensión y otro tiempo ahora que todo son navajazos traperos, cainismos de wasap y ejercicios de pasar por el puñetero aro. Cuando el torilero pidió permiso para abrir la puerta de chiqueros, ese chulo de toriles que tiene cara de comercial en un concesionario de Alcalá de Henares, en la tele la taleguilla le hizo efecto 'moiré', y supimos que entrábamos en otra dimensión y en otro tiempo. En ese escalofrío en la tarde de tormenta de Madrid, con ese cielo más negro que los huevos de un grillo y aquel fenomenal colorado de 'Pedraza de Yeltes' rematando en los burladeros, reconocimos el instante eterno de la tauromaquia.
Van los toreros a jugarse la vida en broma, que es la única manera de jugársela. No hay dinero que lo pague
En esa cuarta dimensión del ruedo, digo, se cruzaron un toro bravo y un torero de bragueta. Se daban ventaja el uno al otro en el corazón de la gran ciudad, tan cerca y tan lejos de cláusulas de 'due diligence', de los filtros de los selfis del Instagram, del 'bullshit' de los discursos, de las mil formas de escurrir el bulto y de los manuales de supervivencia. Los toreros van a contracorriente de lo contemporáneo en cuanto, secretamente, ansían morir en la plaza. Nosotros vamos a verlos y nos sentamos en el tendido mientras se cuelgan de los pitones y los toros se arrancan de largo al caballo. No lo hacemos porque somos sádicos, sino que queremos concebir siquiera la posibilidad de una muerte honorable para nosotros mismos y que, en general, podremos ser capaces de cumplir, como lo son ellos. De venirse arriba en el castigo, de adelantarle la pata al destino, jugarnos las femorales y cargar la suerte, que tiene tantos significados. Y que, en ese camino a los infiernos, se pueda concebir la gloria, la alegría y hasta la sonrisa. Van los toreros, míralos, a jugarse la vida en broma, que es la única manera de jugársela. No hay dinero que lo pague, no hay cargos que valgan la pena: solamente la conciencia íntima de un hombre que sabe que está donde tiene que estar. En el fondo, el que sobrevive es un cualquiera y a esta vida hemos venido a palmar dignamente, esto es dándole los pechos a la parca y apuntando con las puntas de las zapatillas a las puntas de sus pitones de guadaña, sin anestesias, sin subterfugios, sin trampas. Hay que ir a San Isidro porque representa un manual perfecto de cómo matarse ahora que se lleva tanto la cochina miseria de sobrevivir.
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