La parodia armada de la revolución bolivariana
Tras la imagen de campesinos y jubilados en uniforme impecable se esconden los ojos que vigilan y denuncian la mínima sombra de oposición. Así es la Milicia que Maduro dice haber activado frente a EE.UU.
Represión, crisis y éxodo: las imágenes del drama de la Venezuela chavista
Caracas
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Iniciar sesiónUn ejército que parece una comparsa de carnaval. Hombres con panza y boina, mujeres amas de casa, jubilados de rostro curtido. Todos alineados con impecables uniformes de camuflaje recién planchados, botas relucientes, chalecos tácticos, gorras con insignias y fusiles. La primera impresión es casi grotesca: ... el contraste entre el atuendo de un soldado profesional y la figura torpe de quien lo viste. No hay músculo, no hay destreza. Hay cuerpos lentos, desordenados, con más pinta de vecinos de barrio que de soldados. Y, sin embargo, ahí están, marchando con disciplina aparente, gritando consignas de fidelidad a la revolución y jurando morir por ella.
La Milicia Bolivariana es eso: una puesta en escena que busca impresionar, pero que al mirarla de cerca roza lo cómico. Uniformes 'molones', sí, pero llevados por quienes jamás pisaron una academia militar. No son soldados: son trabajadores públicos obligados, abuelos que deberían estar en casa, jóvenes que se prestan para la foto. Lo que intimida no es su capacidad de combate, sino su número y su función. Porque su verdadero poder no está en las armas, sino en la vigilancia, y en un caladero de votos garantizados para la revolución. Cada uno de esos milicianos es un ojo, un oído, un testigo que reporta cualquier gesto de inconformidad. Su rol no es defender al país de una invasión extranjera: es mantener a raya al vecino, sofocar la chispa de protesta, reforzar la red de miedo que sostiene al régimen.
Lo risible se vuelve perturbador cuando se entiende el papel de esta fuerza. Son millones de inscritos en registros dudosos, pero suficientes para inundar la narrativa oficial y llenar plazas en desfiles televisados. Acompañan a los colectivos armados como complemento perfecto: ellos intimidan desde las motos, la Milicia lo hace desde la cercanía cotidiana. La revolución les viste con uniforme de élite, les entrega fusiles relucientes –muchos sin munición– y les proclama guardianes de la patria. Pero lo que de verdad representan es una red civil militarizada al servicio de la represión.
Más generales que soldados
Frente a esa imagen, el ejército regular luce aún más descompuesto. La fuerza armada de un país con casi más generales que soldados, con hambre en los cuarteles y mandos intermedios desmotivados. Solo se salva la cúpula: un núcleo de altos oficiales unidos por negocios ilícitos y lealtades de sangre, un bloque cerrado que jamás ha cedido a los cantos de sirena de la oposición. Esa élite no defiende la patria: defiende su supervivencia y sus fortunas.
En este escenario se inserta la crisis actual, diferente a todas las anteriores. La Administración estadounidense ya no trata al chavismo como un problema polítiico, sino como un cártel de narcotráfico con alcance global. Eso convierte a sus figuras más visibles en objetivos militares legítimos, bajo la lógica de la seguridad de EE.UU. Una invasión abierta es improbable, pero no así las operaciones quirúrgicas, los ataques selectivos, las capturas. El despliegue naval en el Caribe no es mera exhibición: es un recordatorio de que, esta vez, el poder externo puede tocar directamente los intereses vitales de la cúpula.
La respuesta del régimen ha sido la esperada: movilizar a la Milicia, anunciar millones de combatientes dispuestos a morir, desplegar imágenes de campesinos y obreros en uniforme camuflado gritando consignas de soberanía. Una coreografía de resistencia que pretende ocultar lo obvio: ninguno de ellos detendría una operación militar extranjera. Su verdadero papel es otro: seguir controlando dentro, mantener paralizada a una sociedad exhausta, impedir que la rabia se convierta en acción.
Lo que está en juego no es la capacidad bélica de Venezuela, sino la solidez de la lealtad interna. Si la presión externa se traduce en sanciones más duras, operaciones precisas o el riesgo real de captura de figuras del régimen, ese bloque de altos mandos podría resquebrajarse. Porque la fidelidad tiene un límite cuando se ponen en riesgo las fortunas personales, los privilegios, el futuro de sus familias. La pregunta es si, llegado el punto, esas lealtades de sangre se mantendrán o si alguno decidirá cambiar de bando para salvarse.
Miedo y corrupción
Hoy el chavismo sigue mostrando músculo en plazas y pantallas, con uniformes flamantes y discursos encendidos. Pero bajo la superficie se percibe la fragilidad de un poder sostenido en el miedo y en la corrupción.
Mientras tanto, la población civil sigue con sus vidas, al margen de los titulares que anuncian crisis o invasión. Demasiado cansada de falsas promesas, sin fuerzas para ilusionarse otra vez con un cambio que nunca llega.
Su día a día transcurre entre la escasez, la inflación y el instinto de sobrevivir. Y aunque no lo digan en voz alta, el anhelo persiste: que en algún momento, de una vez por todas, la dictadura caiga.
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