De la guardería al cautiverio juntos: los amigos secuestrados sobre los que Hamás volcó su tortura psicológica se reencuentran en Israel

El destino común de David y Gilboa-Dalal va más allá de unas anécdotas de infancia y juventud. Estos dos jóvenes israelíes tenían 22 años aquel 6 de octubre, cuando se subieron a un coche junto a sus amigos Ron Sarfati e Idan Harmati, pareja entre ellos, rumbo a un festival de música. La historia de ese día es bien conocida: Hamás atacó brutalmente a Israel, mató a cerca de 1.200 personas e hizo 251 rehenes. Uno de los focos fue el festival Nova repleto de jóvenes, a dos kilómetros de la frontera con Gaza.

La pareja con la que habían viajado, Sarfati y Harmati, murió acribillada tras unos primeros momentos de caos. David y Gilboa-Dalal se habían separado y lograron llegar hasta el coche, aunque la situación les obligó esconderse en unos arbustos en la orilla de una carretera cercana para salvarse. Una hora después, fueron descubiertos por un terrorista, que los subió a una camioneta atados de manos y con los ojos vendados. Su estancia en el infierno había comenzado.

Desde ese momento, sobrevivieron en túneles subterráneos en algún punto de la Franja. No está claro todavía si estuvieron juntos, aunque ambos fueron del último grupo de rehenes en salir con vida del cautiverio de Hamás. Durante los 738 días que permanecieron allí, fueron sometidos a condiciones físicas lamentables, con malnutrición, falta de luz y de contacto. El grupo islamista utilizó tácticas de tortura psicológica sobre ellos, en muchos casos grabadas en vídeo y difundidas para presionar al Gobierno de Israel a detener los bombardeos en Gaza.

Un claro ejemplo de ello fueron las imágenes del 22 de febrero de 2025. El mundo entero fue testigo de la entrega de varios secuestrados israelíes a la Media Luna Roja en una ceremonia militar con tintes propagandísticos, en medio de un frágil alto el fuego que acabó saltando por los aires menos de un mes después. Además de la ceremonia, se distribuyó un vídeo en el que se veía a otros dos rehenes mirar la liberación de sus compatriotas desde un coche militar, vestidos como prisioneros, rodeados de terroristas.

«Por favor, sálvanos, por favor, llévanos a casa», dice David. «Por favor, solo quiero ir a casa, lo suplico, lo suplico. Netanyahu, llévanos a casa, por favor», añade Gilboa-Dalal, aparentemente coaccionado. «¿Cómo se sienten ahora?», se escucha del otro lado de la cámara. «Nuestros amigos se van a casa después de 500 días. Queremos ir a casa, por favor», dicen, hablando por turnos.

«Basta, presidente, es hora de acabar con esto. Tú empezaste algo, termínalo. Por favor, la presión militar no es la solución. Por favor, ciudadanos del Estado de Israel, no dejen de manifestarse, lo estamos pasando muy mal aquí», dice David, en un monólogo forzado. Guy continúa con lo que parece un discurso guionizado.

No fue la última vez que los terroristas usaron su sufrimiento para conseguir presión de las familias sobre Netanyahu. En el día 666 de cautiverio, difundieron varios vídeos de Evyatar David. Se le ve cansado y desnutrido, picando el suelo en un pequeño bloque de hormigón. Le hicieron creer que cavaba su propia tumba: «Lo que estoy haciendo ahora es cavar el hoyo que me corresponde», dice a cámara. También abunda en sus malas condiciones y pide su liberación.

Gracias al acuerdo de paz que tanto Hamás como Israel firmaron el pasado lunes, los últimos 20 israelíes cautivos con vida fueron devueltos a casa. Entre ellos estaban David y Gilboa-Dalal. Los primeros en recibirlos fueron sus familias, en un reencuentro cargado de emociones y que durante más de 700 días pareció una posibilidad remota.

Ambos acabaron en el mismo hospital para que verificaran su condición física y no dudaron en acudir el uno al otro. Según reportes israelíes, habían pasado los últimos meses de cautividad separados. Finalmente, ambos fueron protagonistas de un vídeo en el que desbordan felicidad. Al verse, los brazos delgados de ambos abrazan y sus manos se palpan cariñosamente. En sus miradas no hay rastro de tristeza pero se intuye una profunda complicidad.