La revitalización de la relación transatlántica

Una estatua de Sadam, símbolo del régimen, derribada en Bagdad tras la entrada de las tropas norteamericanas EPA

Ahora que la atención comienza a centrarse en la reconstrucción del Irak de posguerra, Estados Unidos debe enfrentarse a un problema todavía más profundo: cómo abordar los cambios tectónicos en el seno de la Alianza Atlántica puestos de manifiesto por la diplomacia anterior al conflicto. ... Los dos aliados más fuertes de EE.UU. en el continente europeo, Francia y Alemania, se manifestaron activamente por todo el mundo en contra de una política por la que el presidente de EE.UU. estaba dispuesto a arriesgar vidas estadounidenses. Ese cisma tentó a Rusia a enfrentarse a EE.UU. más explícitamente que en cualquier otro momento desde el final de la Guerra Fría. Y este patrón se repite en la controversia con estos aliados respecto al papel de Naciones Unidas en el Irak de posguerra. La continuación de estas tendencias supondría una progresiva erosión de la Alianza Atlántica, el elemento central de la política exterior estadounidense durante medio siglo. El final de la Guerra Fría y de una amenaza común había ido socavando gradualmente muchas de las premisas subyacentes de la OTAN. No obstante, durante una década, EE.UU. siguió siendo una potencia dominante por hábito y por impulso; aunque bajo la superficie, muchos europeos se irritaban por el creciente desfase en cuanto a poderío militar y crecimiento económico entre los dos lados del Atlántico y por la nueva y férrea afirmación del interés nacional por parte del Gobierno estadounidense.

Las consecuencias de los ataques terroristas del 11-S contra EE.UU. hicieron salir a la superficie resentimientos latentes, bajo el estandarte de unilateralismo frente a multilateralismo. La solidaridad inicial, basada en que EE.UU. era la víctima, se debilitó cuando este país dio al ataque un giro militar, y declaró la guerra contra el terrorismo. Y desapareció con la elaboración de una estrategia preventiva. Aunque se había hecho necesaria por las amenazas contra la seguridad presentadas por grupos particulares, a los que resulta imposible contener mediante la disuasión porque no tienen territorio que defender y son inaccesibles para la diplomacia porque buscan la victoria total, unidas al peligro de que puedan caer armas de destrucción masiva en manos de terroristas o de Estados rebeldes, la prevención iba contra los principios de soberanía establecidos. Dichos principios sólo justificaban la guerra como resistencia a la agresión o a la inminencia de un ataque. Por mucho que en la ruptura se haya honrado dicho principio, a lo que se resistían algunos europeos aliados era a la implicación de que EE.UU. pudiera modificar por decreto los principios establecidos.

Pero aunque admitiésemos que en las condiciones de emergencia posteriores al 11-S EE.UU. economizó esfuerzos en lo que a consulta se refiere y, en ocasiones, pareció demasiado propenso a las pretensiones de superioridad moral, el placer con el que Francia y Alemania se enfrentaron al marco de alianza que había ayudado a Occidente a superar la Guerra Fría tiene causas más profundas. El que Francia y Alemania anunciasen que votarían en contra de EE.UU. en el Consejo de Seguridad era algo sin precedentes. Pero esto se quedó pequeño al lado de su intensa campaña diplomática en remotas capitales en contra de la política estadounidense, pasando por alto medio siglo de tradición aliada; llegando incluso a provocar la impresión entre los dirigentes de Europa del Este de que la cooperación con EE.UU. en la guerra podría complicar aún más su ingreso en la UE. Con una actitud de desafío casi jubiloso, los ministros de Exteriores francés y alemán invitaron a su homólogo ruso, en otro tiempo adversario de la OTAN, a ponerse del lado de París, al tiempo que repudiaban públicamente una política de alta prioridad del que había sido su aliado durante medio siglo. Era un gesto tomado directamente del manual de Richelieu, el cardenal del siglo XVII que luchó con la superpotencia de entonces, el imperio de los Habsburgo, con una serie de coaliciones siempre cambiantes, hasta que Europa Central quedó dividida y Francia adquirió la hegemonía. Pero esto fue anterior a la era del terrorismo y de las armas de destrucción masiva, y cuando Francia todavía tenía recursos para respaldar su crueldad táctica. La irritación por las tácticas estadounidenses no podría haber causado tal revolución diplomática si los tradicionales puntales de la alianza no hubieran sido erosionados por la desaparición de una amenaza común, todo ello agravado por la subida al poder de una nueva generación que creció durante la Guerra Fría y da sus logros por sentados. Esa generación no participó en la liberación de Europa durante la II Guerra Mundial, ni en su reconstrucción bajo el Plan Marshall. Recuerda, por el contrario, la protesta contra la guerra de Vietnam y contra el despliegue de misiles en Europa. En Alemania, esta generación está frustrada por una crisis económica aparentemente permanente, y por el proceso de unificación que ha hecho que muchos habitantes de la antigua República Democrática Alemana se sientan más ocupados que liberados. El gaullismo, que insistía en establecer una Europa con una identidad definida y diferente a la estadounidense, no fue respaldado por ninguno de los principales países europeos hasta que la crisis de Irak permitió al presidente Jacques Chirac reclutar a Alemania -al menos temporalmente- para la versión gaullista de Europa. Chirac ha aprovechado el temor al aislamiento que el canciller alemán Gerhard Schröder sentía debido al enfrentamiento con EE.UU. por su campaña electoral pacifista y antiestadounidense para atraer a Alemania hacia un rumbo evitado por todos los cancilleres anteriores, los cuales insistieron en solucionar las diferencias entre Europa y EE.UU..

Esta conmoción diplomática ha dividido a Europa entre países que buscan la identidad europea mediante el enfrentamiento con EE.UU. y aquellos, como Reino Unido y España, que ven en ella un instrumento de cooperación. Estos múltiples cismas han producido al menos un cambio de rumbo temporal en Moscú. Llegado al poder casi al mismo tiempo que George Bush, el presidente Vladimir Putin intentó superar el catastrófico hundimiento de la posición internacional rusa tras la Guerra Fría concentrándose en la economía nacional, y desempeñando lo poco que le quedaba a Rusia de su condición de gran potencia mediante consultas demostrativas con EE.UU., especialmente sobre el tema del fundamentalismo islámico. Sin embargo, la armonía interna eclipsaba para algunos estadounidenses la dolorosa experiencia por la que atravesaba Rusia: la pérdida de su categoría de superpotencia y la desintegración de su imperio histórico. Aunque Rusia no tuvo más remedio que aceptar su nueva debilidad, simbolizada por la anulación del tratado ABM y la expansión de la OTAN hasta sus fronteras, lo hizo rechinando los dientes.

Quizá si las consultas con EE.UU. hubieran sido de mayor alcance y hubiesen estado menos centradas en la agenda estadounidense, Rusia podría haber encontrado un grado de compensación por su disminución de estatura y habría sido más reacia a cambiar de rumbo. Dada la situación, la oferta francoalemana de establecer un frente unido contra EE.UU. respecto a Irak resultaba atractiva para el nacionalismo ruso y fomentaba la perspectiva de establecer nuevas opciones que no dependieran de la buena voluntad estadounidense. Seis meses después de que la OTAN se ampliara y admitiera a tres repúblicas ex soviéticas, el ministro de Asuntos Exteriores ruso pudo demostrar a su pueblo la aparente vacuidad de la OTAN poniéndose del lado de sus homólogos francés y alemán en un gesto proclamado como la emancipación de la política estadounidense.

Si la tendencia de las actuales relaciones trasatlánticas continúa, el sistema internacional se verá fundamentalmente alterado. Europa se dividirá en dos grupos definidos por su actitud hacia la cooperación con EE.UU.. La OTAN cambiará su carácter y se convertirá en vehículo para quienes siguen afirmando la relación trasatlántica. La ONU, tradicionalmente un mecanismo por el que las democracias reivindicaban sus convicciones contra el peligro de la agresión, se convertirá en un foro en el que los aliados aplicarán teorías de cómo poner un contrapeso a la «hiperpotencia» estadounidense. El debate sobre el Gobierno de Irak en la posguerra ilustra estos peligros. Tras un periodo necesario para restaurar la seguridad y buscar armas de destrucción masiva, a EE.UU. le interesa no insistir en desempeñar un papel exclusivo en una región situada en el centro del mundo islámico, e invitar a otros países a compartir el Gobierno: al principio socios de coalición, progresivamente otras naciones, y un papel significativo para la ONU.Pero la propuesta del ministro de Exteriores francés, tácitamente respaldada en Berlín, de que la presencia estadounidense en Irak carece de legitimidad mientras no sea apoyada con procesos diplomáticos similares a los que precedieron a la guerra aumentaría las fisuras existentes. La reconstrucción del Irak de posguerra tendrá que reconocer que es conveniente establecer una amplia base internacional, pero también que es una imprudencia usar el multilateralismo como lema y a la ONU como institución para aislar a EE.UU.. Han sucedido demasiadas cosas que impiden una vuelta a la normalidad. Para que las instituciones mundiales funcionen eficazmente y el mundo evite deslizarse hacia un retorno a las políticas de poder del siglo XIX, es imprescindible una revitalización de la relación atlántica.Y esa revitalización debe basarse en un sentimiento de destino común, en lugar de intentar convertir la alianza en una red de seguridad a la carta. Si no se consigue encontrar un punto medio -si la diplomacia anterior a la guerra en Irak se convierte en pauta- EE.UU. se verá empujado a forjar coaliciones «ad hoc» junto con el núcleo de la OTAN que permanece fiel a la relación trasatlántica. Sería un triste fin para medio siglo de alianza. Ha llegado el momento de poner fin al debate sobre unilateralismo frente a multilateralismo, y de concentrarse en el fondo de la cuestión. Nuestros adversarios europeos en las recientes controversias deberían dejar de favorecer la tendencia de sus medios de comunicación a describir al Gobierno estadounidense como unos «rambos» sedientos de guerra, y a EE.UU. como si fuese institucionalmente un obstáculo para el cumplimiento de los propósitos de Europa, en lugar de un aliado para conseguir objetivos comunes. La política estadounidense, por su parte, tiene que acortar las diferencias entre la filosofía general presentada por la Presidencia y las tácticas a corto plazo de la diplomacia diaria. Para que los socios puedan predecirse mejor unos a otros, es necesario realizar más consultas, especialmente en lo que concierne a los objetivos a medio plazo. Y hay una enorme agenda esperando: frenar la proliferación de armas de destrucción masiva, abordar las consecuencias políticas de la globalización, acelerar la reconstrucción de Oriente Próximo.Hace tiempo que debió mantenerse una discusión sobre los principios que reconocen la necesidad ocasional de prevención sin permitir que cada nación la defina por su cuenta. Estas tareas tienen que proyectarse más allá de la región atlántica. Es probable que el eje Francia-Alemania-Rusia demuestre ser transitorio. Los cálculos que llevaron a Putin a buscar una estrecha relación ruso-estadounidense seguirán ahí, y ya han encontrado expresión en diversas declaraciones recientes del presidente ruso. Cuando las tentaciones de la crisis de Irak hayan pasado, Rusia las considerará un caso especial, y la cooperación ruso-estadounidense seguirá siendo de interés prioritario. Lo difícil será dar a estas convicciones un carácter recíproco, menos dependiente de consultas especiales para cada caso.Debe establecerse un diálogo sistemático sobre cuestiones mundiales. Puede que la  reunión de la asesora de seguridad nacional estadounidense, Condoleezza Rice, con Putin sea un primer paso en esta dirección. El país que menos ha alterado su política bajo el impacto de Irak es la República Popular China. Los inacabados procesos de reforma interior y los cambios masivos de dirigentes han provocado que China procure establecer un largo periodo de paz, libre de tensiones. De esta forma, el país que en los primeros días del Gobierno de Bush muchos consideraban un adversario estratégico podría convertirse a la larga en un constructivo aliado. Esto será especialmente cierto si China y EE.UU. llegan a un acuerdo respecto a un planteamiento multilateral del problema nuclear coreano y evitan los errores de cálculo respecto a Taiwan. La superioridad militar estadounidense es un hecho en las relaciones internacionales para el futuro predecible. Una política de equilibrio de poder por parte de los aliados no puede cambiar esa realidad. Pero EE.UU. puede aspirar a traducir su dominio en un fomento sistemático del consenso internacional. Si sus aliados europeos se unen a EE.UU. con el mismo espíritu, podrá evitarse que los debates sobre unilateralismo y multilateralismo se conviertan en profecías que acaban cumpliéndose.

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