ANÁLISIS
Fidel Castro y la continuidad de una dictadura
Cuatro años después de la muerte del dictador cubano, la creencia de que las reformas de su hermano Raúl constituyeron cambios sustanciales ha sido una calamidad a la que se apuntaron no pocos politólogos, sociólogos y economistas
Estudiantes de Medicina pasan frente a una imagen de Fidel Castro en La Habana
«Los dictadores creen, con firmeza escatológica, en la inmortalidad. Es decir, en su inmortalidad y en la de cada mártir que fueron capaces de templar en sus fraguas particulares para convertirlos en pedestales de sus tiranías. Y es de esa inmortalidad de la cual ... la sociedad civil cubana vive harta»; escribí desde Ciudad Panamá un día después de que el general Raúl Castro anunciara, la noche del 25 de noviembre de 2016, el fallecimiento de su hermano Fidel Castro .
A cuatro años de su deceso se puede afirmar, y confirmar, que no hubo cambio alguno en la retórica y praxis que definió al régimen de la isla desde aquel primero de enero de 1959. Fidel Castro, un dictador en toda regla, fue simplemente para los cubanos un capítulo vencido cuando menos. Su muerte no llegaría a significar un conflicto más allá del acontecimiento internacional que, sin dudas, representaría el fallecimiento de la figura más controvertida de los últimos cincuenta años.
La creencia de que aquellas reformas que acontecieron bajo el mandato del general Raúl Castro -tras la desaparición física del catalogado «líder histórico de la Revolución»- constituyeron cambios sustanciales en los destinos de Cuba , ha sido una calamidad a la cual se apuntaron, muy apresuradamente, no pocos politólogos, sociólogos y hasta economistas.
Ninguna de las leyes, decretos, enmiendas constitucionales, reformas migratorias o revisiones económicas, tras la defunción de Fidel Castro, representaron cambios reales en beneficio de la sociedad civil cubana. Tampoco las visitas de altas autoridades del Vaticano y del expresidente norteamericano Barack Obama, o el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre La Habana y Washington.
Fidel Castro, durante un discurso en septiembre de 1998
Las violaciones a la Declaración Universal de los Derechos Humanos; el irrespeto a los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos, y de Derechos Económicos; la perpetuidad de plaza sitiada -donde todo acto cuestionador se traduce en traición- justificada en la permanencia del embargo económico y financiero de los Estados Unidos contra Cuba, y la represión contra las organizaciones opositoras, artistas y periodistas independientes, han experimentado un aumento vertiginoso en los adentros de la isla.
Esa insistencia en la imagen idílica de Cuba pos-Fidel Castro quizás se sustenta, o solo puede ser explicada, a través de la propia pereza de la Organización de Estados Americanos (OEA); en la cuestionada estrategia geopolítica de la Unión Europea (UE); en el paraguas que le brindan de conjunto el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), la Organización de la Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), y el Consejo de Derechos Humanos.
No menos complicidad aporta la paleta de silencios por parte de la prensa extranjera acreditada en Cuba, que se ha negado durante décadas a narrar un país que no avizora, en ninguno de sus horizontes, el gozo a los derechos humanos, las libertades civiles, o al menos una transición hacia un estado de derecho y la democracia.
«Del mismo modo que supo comerciar su propia figura y poder dictatorial con el embargo estadounidense como rehén, se ocuparía de legitimar la total ausencia de democracia en el país»
La continuidad de una dictadura es el sustantivo que marca el legado de Fidel Castro en el retrovisor de la historia cubana posterior a 1959. Del mismo modo que supo comerciar su propia figura y poder dictatorial con el embargo estadounidense como rehén, se ocuparía de legitimar la total ausencia de democracia en el país bajo pretextos que fueron desde la Campaña de Alfabetización y la Ley de Reforma Agraria, hasta la gratuidad de los servicios médicos y en la educación, y el eufemístico Internacionalismo Proletario que no sería otra cosa que la retórica injerencista mejor maquillada de todo el siglo XX.
Hoy, cuando el umbral de pobreza gana terreno, se agudiza la crisis económica y financiera a consecuencia de la improductividad nacional, y se extiende la represión violenta contra la sociedad civil, resulta desacertado aseverar que, tras su muerte, Fidel Castro haya dejado una nación en condiciones de erigirse desde la apropiación de su legado.
Raúl Castro anuncia la muerte de su hermano en noviembre de 2016
De tal modo que, el dilema cubano es historia demostrada: no lograría solucionarse tras la muerte de Fidel Castro, no se resolverá tras el fallecimiento de Raúl Castro, o tras una especulada renuncia de Miguel Díaz-Canel . No mientras sea el Partido Comunista el único interlocutor con la comunidad internacional, y el intermediario absoluto entre el Estado y la sociedad civil cubana.
La pregunta que urge, si acaso valdría la pena plantearse interrogantes, es cómo la transmutación de Fidel Castro, de «Comandante en Jefe de la Revolución cubana» a dictador totalitario, pasó desapercibida para quienes todavía le honran, allende los mares de Cuba y seis décadas más tarde, como precursor y artesano del Hombre Nuevo.
Para entender la Cuba de ahora, a cuatro años de su muerte, se precisa deshacerse del velo romántico y antiimperialista que continúa negando que los cubanos, tanto en la isla como en su diáspora, seamos una moneda de cambio y una voz cercenada para legitimar un viejo espejismo: un idilio tropical y exótico.