Julio Llamazares: en busca de las heridas abiertas de la Guerra Civil en la España vaciada
Con motivo de la publicación de 'El viaje de mi padre', visitamos junto al escritor los rincones de aquel país destrozado por las bombas en los que luchó su progenitor
La España que se las ingenió para hacer el amor y no la guerra
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Iniciar sesiónLa primera parada del viaje que hacemos junto a Julio Llamazares (Vegamián, 1955) es Caminreal, en la comarca del Jiloca, Teruel. Hasta aquí llegó su padre, Nemesio, en compañía de su amigo de la infancia, Saturnino, nada más cumplir 18 años. Su destino: la batalla ... más sangrienta de la Guerra Civil. Han pasado casi nueve décadas desde aquel invierno de 1937 en el que ambos jóvenes se incorporaron al Ejército franquista sin haber disparado un arma en su vida. Llegaron muertos de frío, hambre y, sobre todo, de miedo. Ahora repetimos su periplo en compañía del escritor leonés con motivo de la publicación de su último libro: 'El viaje de mi padre' (Alfaguara).
«El paisaje es como un espejo que refleja la historia de lo que se vivió en él», advierte Llamazares sobre este «periplo sentimental y personal en busca de las huellas de la guerra». Antes de salir, nos aclara que su progenitor apenas viajó a lo largo de su vida. Únicamente, ya jubilado, a Cuba en una ocasión para visitar a una hija que cursaba allí una especialización médica y un par de veces más dentro de España. Nada más. Pero al cumplir la mayoría de edad tuvo que marcharse de su pueblo en las montañas leonesas, La Mata de Bérbula, junto a su compañero del alma, para cruzar la Península de un extremo a otro y participar en un conflicto que ni él había iniciado ni llegaba a entender del todo.
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Nemesio volvió milagrosamente pues le tocó participar en la terrible batalla de Teruel, la misma que dejó cuarenta mil cadáveres sobre estas tierras que ahora recorremos y a la que añadió la batalla de Levante y una incursión en la sierra de Espadán, en Castellón, donde ambos también estuvieron a punto de perder la vida. «Campos de naranjos y palmeras destrozados por las bombas y los incendios que se sucedían. Cuesta imaginar hoy este territorio en llamas y el calor abrasador que mi padre y Saturnino recordaban con horror muchos años después de padecerlo, al igual que el frío de Teruel», escribe Llamazares en el ensayo.
Llegada al frente
Caminreal fue el pequeño pueblo en el que Nemesio y Saturnino acamparon durante el transcurso de la batalla. El termómetro marcaba -22°C. Según los historiadores, las bajas por el frío fueron un tercio de las totales y las amputaciones de miembros eran tan numerosas como las curas por las heridas de metralla. «Lo primero que hicieron –recuerda el autor– fue encender una hoguera para calentar los botes de carne que traían en sus petates. Según mi padre, no habían hecho más que calentarlos cuando un militar 'con barbas y copetón' les apagó la lumbre de dos patadas y les gritó: '¿Pero qué hacéis? ¿No veis que el enemigo nos está viendo?'. Aquel fue su bautismo en la guerra».
La odisea para ellos comenzó en otoño de 1937, justo cuando habían empezado a estudiar Magisterio para convertirse en maestros de escuela. En concreto, en la de Aviados, una pequeña aldea de León en la que Saturnino vivió solo y soltero hasta su muerte a los 96 años y dónde Llamazares le visitó muchos veranos con la esperanza, explica, de que le contara el calvario que padeció junto a su padre. «La verdad es que cuando iba a verle, no le gustaba hablar mucho del tema de lo mal que lo habían pasado. Me decía: '¡Deja la guerra ya en paz, hombre!'», reconoce ahora Llamazares.
Revivir la experiencia
Por eso él decidió repetir el viaje en los mismos meses del año, 86 años después. Y a ellos les dedicó este libro que nace de la culpabilidad por no haber escuchado las batallitas de su padre cuando pudo. «Cuando vine por aquí –comenta con un marcado sentimiento de culpabilidad mientras caminamos por las trincheras perfectamente conservadas de Rubielos de Cérida–, pensaba lo gilipollas que fui por no preguntarle más cosas a mi padre antes de que muriera. En realidad, vine a buscar en estos paisajes lo que pude haber aprendido en casa».
Nemesio y Saturnino se alistaron voluntariamente en el Ejército franquista a instancias de un hermano del primero que había sido movilizado al inicio de la contienda. Sabían que su quinta iba a ser llamada a filas y querían elegir destino «para no ir de carne de cañón a Infantería, que era el peor de todos», apunta el escritor. Salieron entonces hacia Carrión de los Condes, en Palencia, donde estaba acantonado el Regimiento de Transmisiones.
Desde allí, en un convoy sin ventanas donde iban hacinados como ganado, atravesaron un pueblo tras otro de aquella España llena y herida que nosotros transitamos hoy, vaciada, en un cómodo autobús. En 'El viaje de mi padre', Llamazares habla de Villalcázar de Sirga, Amusco, Venta de Baños, Villamuriel de Cerrato, Quintanilla de Arriba y Pedraja de San Esteban, entre otros muchos. Este último albergó en la guerra el aeródromo desde el que despegaban los aviones de la Legión Cóndor alemana que bombardearon Madrid y Teruel. «Esto estaba lleno de militares», le comentó uno de sus veinte vecinos actuales, mientras señalaba la zona donde se estacionaban los cazas nazis y que ahora han conquistado los manzanos.
El viaje de mi padre
- Editorial Alfaguara
Nosotros, en cambió, pasamos ahora por Bueña, dónde se produjo uno de los últimos intentos del Ejército republicano de cruzar el valle de Jiloca; Visiedo, que en 1938 fue escenario de la última carga de caballería de la historia de España, y los llanos de Caudé, el lugar en el que se desplegó la división del que dicen fue el mejor general republicano, Enrique Líster, para intentar defender el avance de un Ejército franquista muy superior en número y armamento. Precisamente, en el que iban el padre de Llamazares y su amigo con la radio y la antena a cuestas.
En un polígono industrial de este municipio visitamos un pequeño mausoleo en el que hay un gran círculo tapado con una plancha metálica. Está rodeado de flores, y nos explican que se trata de un pozo al que fueron arrojadas más de 400 personas fusiladas por los falangistas al comienzo de la contienda. «Te busqué por todas partes. Qué injusticia que estés aquí obligado a dejarme sola con tu hija de 4 años», reza una inscripción hecha por un familiar.
«La desgracia de Teruel es que cambió tres veces de manos durante la guerra y entre todos la destruyeron», le comenta en el libro a Llamazares una funcionaria de la Delegación de Aragón cuando este llegó a la ciudad durante su viaje en solitario. En nuestro pequeño paseo por las calles, en cambio, apenas hay rastro ya de la destrucción de las bombas en aquellos dos primeros meses de 1938. Incluso el Seminario y la Torre de San Martín, que fueron el último bastión de los republicanos, están hoy perfectamente reconstruidos e intactos, sin rastro de la ruina en la que los encontraron Nemesio y Saturnino.
«La generación de mi padre no habló mucho de lo que vivieron porque les dolió mucho. Mucha gente cuenta que casi todos los combatientes acabaron hartos de su propio bando por las perrerías que les hicieron. La guerra provocó una gran herida moral que todavía no se ha cerrado», asegura el autor.
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