Ibarra forever
Rodríguez Ibarra se debate en un dilema que nos mantiene en ascuas a quienes detestamos la política gregaria y exangüe que hoy se estila. Su retirada, más allá de beneficiar a la facción adversa y de reducir a la orfandad a la facción que representa, constituiría una muy desalentadora constatación de cómo esa política bajuna que se ha impuesto puede acabar por aburrir y exasperar incluso a un hombre como Ibarra, que creíamos blindado por una gruesa capa de corcho. En algún pasaje de su entrevista con Gonzalo López Alba, publicada ayer por este periódico, Ibarra apunta que el ejercicio de la política ya no lo hace tan feliz como antaño; y también que será el «factor humano» lo que, a la postre, lo incline a mantenerse en el oficio o a desertar de él. Apunta aquí, siquiera pudorosamente, lo que siempre habíamos intuido, siguiendo la andadura de Ibarra a través de los periódicos: bajo su apariencia híspida, bajo sus modales beligerantes, late un poderoso mundo íntimo. Como algunos de sus coetáneos, Ibarra irrumpió en la palestra política a una edad estrictamente juvenil; los ardores de aquellos años iniciales, como los aplacados fervores de la edad adulta (que en Ibarra siempre son algo menos aplacados de lo normal, como corresponde a un hombre de temperamento sanguíneo) los ha sacrificado en una afanosa vocación pública. Nada más normal que, a sus bien empleados 54 años, Ibarra se sienta herido prematuramente por las melancolías de la senectud; nada más natural que añore las delicias de otra vida distinta (siempre se añora lo que nunca se tuvo), en la que la vocación pública no aplaste sus plurales vocaciones íntimas. Un hombre que se entrega con tanta pasión a su tarea política tiene que ser a la fuerza un gran degustador de la vida; y esas plurales vocaciones íntimas tiran del político, y exigen un resarcimiento. Yo quisiera que ese tirón no fuese tan imperativo, y que Ibarra encontrara el modo de seguir en política, sin renunciar del todo a su felicidad.
Nuestros politicastros suelen encomendarse a la protección e invocar el ejemplo de sus predecesores en tiempos de la Segunda República, como si todo aquel monte hubiese sido orégano y entre unas pocas lumbreras no hubiesen convivido centenares de irresponsables botarates. Ibarra, sin adjudicarse filiaciones pomposas, encarna mejor que nadie ese prototipo ideal del «político republicano»: ilustrado sin ostentación pedantesca, honrado a machamartillo, patriota sin patrioterismo y sin complejos, bendecido por un espíritu de regeneración y por un sentido natural de la justicia, que es virtud preciosa y a contracorriente en esta época de tibiezas y componendas que nos ha tocado en suerte. Y a todos estos méritos hay que añadir el que más me fascina, que es su retórica indócil y abrupta, en la que no importan tanto las adscripciones partidarias como un deber de lealtad con la verdad, con su verdad. Ibarra quizá no sea exactamente un Crisóstomo, pero su lengua tiene cierta habilidad viperina para desnudar al adversario y escupirle en las llagas de su mediocridad; y ni siquiera tiene reparos en cantarle las verdades del barquero a sus correligionarios.
A veces juego a la política-ficción. No puedo imaginarme una autonomía regida por Ibarra en la que triunfen vergüenzas tan inhumanas como el cierre de la fábrica de galletas Fontaneda. Tampoco puedo imaginarme un país gobernado por Ibarra en el que se mantengan vergüenzas tan obscenas como el encarcelamiento del general Galindo. Pero, entre sus méritos, Ibarra no acumula el de la ubicuidad; por eso le pedimos que, al menos, se quede quieto donde está y siga dando guerra desde su trinchera.
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