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ABC Cultural

CUANDO EL TEXTO ES EL PRETEXTO

Nuria Espert

Hasta anoche no habíamos visto ningún montaje del director canadiense Robert Lepage, uno de los emblemas mundiales de la tan traída y llevada «creación multidisciplinar» y, aunque éste es un término que ya empieza a ponernos los pelos de punta cada vez que lo oímos, no por su significado teórico, claro está, sino por lo que suele resultar en la práctica, nos habían hablado tan bien de él que allá que nos fuimos al Teatro Español con la mejor disposición para ver su «Celestina», esperando disfrutar de uno de los espectáculos estrella del Festival de Otoño.

De la «Tragicomedia de Calixto y Melibea», atribuida a Fernando de Rojas, poco puede decirse a estas alturas que no se haya dicho ya: este prodigio de heterodoxia formal y temática es la cristalización del corazón renacentista que ya estaba latente en «El libro de Buen Amor», del Arcipreste de Hita, la primera novela europea del siglo XV y uno de los «pesos pesados» de la literatura en lengua castellana de todos los tiempos que no merece en modo alguno la falta de consideración con la que la ha abordado Lepage. Sin duda, hay muchas formas de destrozar un texto, aparte ya de la de ponerlo en boca de malos actores: se le puede mutilar vilmente, se le pueden endilgar espantosos añadidos, se le puede manipular, desvirtuar, tergiversar...

Lepage no incurre en esta galería de errores y de horrores que acabamos de enumerar, pero casi que habríamos preferido que lo hubiera hecho porque, al menos, eso habría denotado algún tipo de interés por su parte hacia el texto de «La Celestina» y no ese flagrante desprecio que demuestra hacia él utilizándolo como excusa para desplegar su megalomanía escenográfica y con el que, por otra parte, no hace sino tirar piedras contra su propio tejado: ¿en qué quedamos? ¿somos o no somos multidisciplinares, en el sentido profundo, y no demagógico, del término? Porque si lo somos, no podemos saltarnos alegremente la «disciplina» textual: ¿que en verdad lo único que te interesa es la expresión escenográfica? pues prescinde del texto, estás en tu derecho, pero entonces no te definas como «multidisciplinar», sino como «unidisciplinar» y todos contentos. O no, pero al menos no llevas a nadie a engaño.

Siempre es mal asunto -de los peores- que una obra esté al servicio de la escenografía, y no al revés, pero el que una obra tan maravillosa como «La Celestina» se vea reducida a la condición de vasalla de la misma es un absurdo de tal calibre que hasta consigue dejarnos más perplejos que indignados: ¿Cuál es el sentido del espectacular cilindro de madera, articulado y rotatorio, y de los paneles corredizos que se utilizan para crear los distintos espacios y las distintas escenas? ¿Cuál el de los resortes de las camas que se disparan en vertical, el andar por el techo de Melibea, sus apariciones y vuelos «Deus ex machina» por el aire y demás alardes efectistas si resulta que no sólo no están al servicio, como diría el bolero, del alma, del corazón y de la vida de la vieja alcahueta y del ardor de los jóvenes amantes, sino que encima los tiranizan con su férrea dictadura? Con semejante despropósito como punto de partida, los actores tienen muy poco margen para intentar remediar lo que ya les viene estropeado de antemano y, en ese sentido, hay que decir que Nuria Espert, en el papel de Celestina; Carmen del Valle, en el de Melibea, y Nuria García, en el de Areusa, salen airosas de tamaño aprieto, y que en cambio David Selvas, como Calixto, y Nuria Moreno, como Elicia, parecen empeñados en recalcar ese darle las espaldas al texto de «La Celestina» que caracteriza, desde principio a fin, el montaje de Lepage.

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