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Aznar y el boato

Entre la parafernalia que ha rodeado la boda de la hija de Aznar, la propaganda se ha esforzado por deslizar algunos extremos que refuten o siquiera mitiguen el clima de ostentación y fastuosidad. Quizá el más hilarante y desesperado ha consistido en pregonar a los cuatro vientos que el vestido nupcial de la contrayente ha sido confeccionado por cierta modista vallisoletana encargada de abastecer el ropero de la familia Aznar desde hace años o décadas. Al recurrir a su modista de toda la vida, en vez de dejarse sablear por un diseñador de alto copete, la familia Aznar trata de exhibir su lealtad a unos hábitos arraigados y de afectar una sencillez postiza que quizá engañe a quienes deseen ser engañados; a los demás, este rasgo de cinismo nos revuelve un poco las tripas. Porque si se trataba de salvar esas virtudes apócrifas que Aznar ha enarbolado como lemas de su gestión durante tantos años, deberían haber comenzado por elegir como oficiante del sacramento al cura de su parroquia de toda la vida, y no al cardenal arzobispo de Madrid. Aznar, a quien tanto gusta dárselas de austero visitando a los monjes de Silos, ha quedado retratado como un hipocritón en El Escorial: llegada la hora de la verdad, descubrimos que le mola el brillo social.

Supongo que un hombre que lleva seis años rodeado de ganapanes áulicos que lo adulan sin rebozo llega a perder conciencia de la realidad y del daño que sus gestos más ampulosos pueden infligir a las gentes que algún día confiaron en la sinceridad de su modestia. Ni siquiera sus detractores más denodados habían logrado derruir aquella etopeya que propició el ascenso de Aznar y que sirvió para maquillar sus carencias. Durante años se nos dijo que Aznar quizá no fuese un Crisóstomo, ni un político de ideas intrépidas y brillantes, pero que a cambio incorporaba a su genealogía espiritual un puñado de virtudes ancestrales que lo enaltecían: la frugalidad, la continencia, la parquedad, el recato, el ascetismo. Ahora todas esas virtudes yacen en el suelo, reducidas a escombros, como caretas de trapo que un fingidor empleó para enmascarar su verdadera naturaleza vanidosa y derrochona. Ahora todas esas virtudes son pisoteadas y arrastradas por el fango; y muchos votantes de Aznar se preguntan si no habrán estado brindando su confianza a un impostor.

A nadie se le escapa que Aznar ha administrado ineptamente la mayoría absoluta que obtuvo en las pasadas elecciones. Tampoco que, desde que ratificara su intención de no presentarse nuevamente como candidato a la presidencia del Gobierno, se ha convertido en un político cesante que trasluce desgana y cierta propensión a la arbitrariedad en algunas de sus acciones; además, ha sumido a la facción que capitanea en un marasmo que propicia el ascenso de la facción adversa. Pero esta retahíla de torpezas adquieren un relieve pavoroso en la boda de su hija, que Aznar no ha sabido recluir en las alcobas del ámbito privado, favoreciendo una obscena promiscuidad con el ámbito público que la convierte en una caricatura de las «bodas de Estado». Diríase que Aznar hubiese olvidado que un presidente de Gobierno es un servidor, antes que un símbolo, del Estado; y que su estirpe no inaugura ninguna dinastía. Un presidente de Gobierno que no inculca a sus hijos el deber (y el deseo) de pasar desapercibidos ha extraviado la brújula de su misión; creo, sinceramente, que esta boda o su proyección mediática, han defraudado a muchos votantes de Aznar, precisamente a ésos que, ajenos al enconamiento de las banderías, votaron a un hombre que rechazaba el boato.

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