El 25 de septiembre de 2011, cuando se celebró la hasta ahora última corrida de toros en Barcelona, Alba, Mario, Hugo y Marcos, apenas tenían cinco años. No han visto la Monumental abierta, y, sin embargo, en sus anhelos e ilusiones infantiles surgió ... el sueño de querer ser toreros.
Pidieron a sus padres que les apuntaran a la Escuela Taurina de Cataluña. Allí comenzaron a dar verónicas y naturales al viento, y se toparon con la realidad de no poder torear ni una becerra en su tierra, pero lejos de caer en el desánimo se emplearon con más afición y entrega ante el reto que supone ser torero en Cataluña.
A las muchas horas de entrenamiento se sumaban otras más robadas al descanso y a los juegos para ponerse delante de una vaquilla. Kilómetros y kilómetros para llegar allí donde había una oportunidad, un tentadero en una ganadería amiga, un bolsín taurino en el que medir sus conocimientos y su valor con otros chavales de cualquier parte de España o de Francia. Ahí estaban los alumnos de la Escuela de Cataluña, como un milagro.
Mucho trabajo de los jóvenes aspirantes, pero mucho más aún de quienes desde hace más de dos décadas han estado al frente de la Escuela, ahora dirigida por Enrique Guillén. Profesores y todos los que apoyan para que el milagro siga en pie. Ilusión frente al dogmatismo con el que tantas veces se dan de bruces.
De la Escuela han salido varios matadores de toros, subalternos de relevancia y, sobre todo, chavales formados en unos valores de amistad y esfuerzo. Y como un premio, el próximo domingo, los alumnos más aventajados, Alba Caro, Mario Vilau, Hugo Casado y Marcos Adame, los cuatro que apenas tenían cinco años cuando se cerró la Monumental, están anunciados en una novillada en la plaza castellonense de Vinaroz. Los cuatro vestidos de luces, el milagro multiplicado por cuatro, los cuatro obligados a vivir su sueño en la sinrazón de un exilio contra el que seguirán luchando con las armas de la ilusión, la esperanza y la confianza. Sólo quieren ser toreros.
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