La ley eterna del clan de la Lupe: cuchillos, drogas y okupas en Puente de Vallecas
El narcopiso de Peña de la Atalaya, 65 es un foco imborrable de toxicómanos y reyertas en mitad de Puente de Vallecas
Una red familiar opera desde hace una década en el bloque usurpado, donde un hombre apuñaló a su hermano en julio

Por una calle de fachadas destartaladas pasea una mujer de unos 65 años, de caderas anchas y melena negra recogida en un moño. Saluda a un vecino y continúa hacia su piso, cuyo portal siempre está abierto de par en par. El edificio está okupado desde hace una década y la mujer puede ser Lupe, la Lupe. En la calle Peña de la Atalaya todos la conocen, y en varias calles a la redonda. Es la matriarca de una gran familia y la presunta jefa de un negocio que ha convertido esta zona del barrio de San Diego en un reducto de droga y conflicto. La ley del clan de la Lupe rige las 24 horas y los 365 días del año en un pedazo de Puente de Vallecas.
En pleno verano, con el asfalto caliente y el sol en lo alto, un grupo de personas forma un corrillo a las puertas del número 65. Una mujer ríe con un joven, mientras otros dos hombres otean la calle. Parecen estar haciendo guardia, aunque no hay más vecinos fuera de sus casas. Dos talleres mecánicos son la única actividad frente al edificio okupado. «Estoy tranquilo, no me meto en problemas; trabajo, cierro y me voy», asegura el dueño de uno. «Yo no le enseño las orejas al lobo y así el lobo no me las come», zanjan en el segundo garaje para despachar rápido las preguntas. Todos saben lo que ocurre en el bloque de tres plantas y persianas bajadas. Nadie quiere involucrarse: conocen al clan y el clan los conoce a ellos.
La red familiar de la Lupe controla parte del tráfico y menudeo de droga desde el parque de Amós Acero hasta la avenida de San Diego. Es un clan de los Gordos, los primeros dueños del narcotráfico madrileño que fueron amos y señores de la Cañada Real, a pequeña escala. El número 65 de Peña de la Atalaya es el epicentro de un trasiego regular de toxicómanos. «No es raro encontrar papel de plata», afirma el presidente de la asociación vecinal de Puente de Vallecas, Jorge Nacarino. El albal es indispensable para fumar cocaína y heroína. Algunos clientes se sientan en plena calle, sillas de madera incluidas, para probar la mercancía.
El bloque de tres plantas, propiedad de un fondo de inversión de Caixabank, está okupado prácticamente desde su construcción, hace ya quince años. Los primeros usurpadores entraron tras la crisis inmobiliaria de 2008 en un edificio vacío y el clan de la Lupe se mudó desde el extinto poblado chabolista de Las Barranquillas. «Llevamos un año y medio en que la convivencia ha ido a peor. Antes, en cierto modo, se contenían un poco o no generaban tantas discusiones. Ahora se ve a pie de calle», cuenta Nacarino.

El pasado 19 de julio estalló uno de los peores revuelos del número 65. Mientras los inquilinos proferían gritos que escapaban del interior, dos coches policiales aparcaron atropelladamente a sus puertas. Una mujer salió llorando. Sus dos hijos, ambos toxicómanos, habían discutido. El mayor, de 48 años, apuñaló por la espalda y en la axila izquierda a su hermano, de 45, que ingresó con pronóstico reservado en el hospital Gregorio Marañón. La Policía tardó pocos minutos en arrestar al agresor, que intentó huir tras abandonar a su hermano desplomado en el rellano de las escaleras.
#Agresión con #armablanca en #PuentedeVallecas. @SAMUR_PC estabiliza a un varón de 41 años con una herida en la espalda. Ha sido trasladado muy grave al hospital Gregorio Marañón. @policia investiga este suceso. @policiademadrid ha colaborado en la intervención. pic.twitter.com/qUOnG1Km3y
— Emergencias Madrid (@EmergenciasMad) April 13, 2022
«La situación sigue exactamente igual, sino peor. Es raro el día que no pasa nada. Dos o tres días a la semana, seguro que sí», asevera Concha (nombre ficticio), una vecina de mediana edad que se ha criado en Peña de la Atalaya. La calle es pequeña y prefiere guardar el anonimato. Sabe quiénes son y los ve por el barrio, desayunando en bares, comprando en el supermercado o apostados frente al 65. La semana pasada, operarios del canal de Isabel II acudieron al edificio con escolta policial para cortar el agua. Unos días más tarde, los okupas recuperaron el suministro. Algo parecido ocurrió con la luz, después de que Unión Fenosa suspendiera la corriente eléctrica. Los vecinos más cercanos pueden escuchar el runrún de un generador. También oler la marihuana.
Hace unas semanas, varios testigos presenciaron la llegada de más agentes de la Policía Municipal para incautaur decenas de plantas de marihuana del inmueble. Muchos miembros del clan cuentan con antecedentes penales, sobre todo, por posesión de drogas, aunque no en cantidad suficiente como para mantenerlos entre rejas y desmantelar el negocio. El resto de lo que se cocina en el bloque okupado continúa, de momento, impune.
Una batalla vecinal
En la primavera de 2018, los vecinos se movilizaron para denunciar este y otros narcopisos de la zona y colgaron trapos rojos de los balcones. Hoy no hay rastro carmín. «No hacemos nada porque la gente está ya muy harta de todo: ha habido drogas, robos, pistolas... Lo sabe todo el mundo, pero estamos viendo lo que pasa en esta sociedad, que nadie hace nada», lamenta Marta (nombre ficticio), que empezó a pelear por el barrio cuando detectaron que la heroína, aunque lejos de la epidemia de los años 80, volvía a sus calles.

A finales de julio, el nuevo concejal presidente del distrito, Ángel Niño -exafiliado de Ciudadanos que saltó al PP antes de las elecciones municipales de mayo-, se reunió con un grupo de afectados. El edil les mostró un sumario con toda la información recopilada hasta la fecha del clan y del número 65 y propuso tres soluciones. En primer lugar, el Ayuntamiento de Madrid contactará con el fondo de inversión propietario del edificio para instarle a denunciar la usurpación y poner en marcha el desahucio por la vía judicial. En segundo lugar, estudiará la retirada de la Renta Mínima de Inserción (RMI) que presumiblemente perciben la Lupe y otros miembros, una ayuda acreditada por los servicios sociales para personas en situación de pobreza. En tercer lugar, intentará que la comisaría de Puente de Vallecas refuerce la vigilancia en la zona.
El desenlace puede tardar, sobre todo, si el objetivo es desarticular una red con una década de trayectoria en lugar de trasladar el problema a otro punto del barrio. Además del narcopiso desvencijado y eternamente operativo con sus guardianes, en la calle hay varios bajos con tapias antiokupas, algunos que sí han sido asediados, un locutorio cerrado desde que los inquilinos del 65 atacaran al dueño, idas y venidas de personas consumidas por la sustancia que consumen, vecinos que no saben cómo marcharse y otros que se resisten a hacerlo. «No pretendo que nadie me eche; es ver, oír y callar», asume Concha. La ley del clan de la Lupe también impone el silencio.
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