Cuando el capuchino se cargó al Café
BAJO CIELO
Quizá esté bien que nos duela un poco perder el Café Gijón, para recordar que una ciudad sin memoria es solo un decorado, y que los cafés no se cierran: se quedan esperando por si algún día el dinero se olvida de venir
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Iniciar sesiónRaúl del Pozo sostiene que no decían «vamos al Gijón sino al Café». Ahora luce chapado porque un grupo de restauración va a convertirlo en otro más. Madrid pierde un emblema y gana otra derrota: la de no saber mantener lo que nos han traído ... hasta aquí. A mí nunca me gustó el Café Gijón. Me parecía un sitio anticuado, un poco pereza, casi carca. Los cafés eran caros y las copas las servían en tubo y mal. Pero me gustaba que estuviera allí por muy poco que entrara. Muchas veces, los mejores lugares de una ciudad son los que menos nos gustan. Eso permite que existan otros que nos identifiquen, que nos conmuevan o que, simplemente, nos soporten. Y el Café Gijón era todo eso.
No soy de la generación de las tertulias literarias, por lo menos, no de esas. Siempre me pareció pedante el anhelo del joven escritor que buscaba inspiración sobre la mesa de Cela o Fernán Gómez, de Gerardo Diego o Galdós. Me hubiera gustado escuchar alguna de esas disputas, entre el humo de los cigarros y las piruetas de los conversadores, pero como un viaje en el tiempo que te lleva y devuelve cuando se bajan las persianas. La última tarde que estuve fue hace un par de años, acompañando a mi amigo Andrés a una charla con Sánchez Dragó. Ya no estaba Alfonso, el cerillero, que lo mismo vendía tabaco o décimos de lotería, que prestaba dinero a los golfos habituales. Tampoco era ya una estación de tren, como lo fue cuando a Madrid se venía a triunfar o a huir. Pero cada vez que pasaba por el paseo del Prado tenía la certeza de que el Gijón estaba allí. Como siempre.
El grupo de restauración que lo ha comprado tiene locales en islas y costas de la ostentación. Les importa un huevo si allí se hablaba de poesía o si Umbral se acojonó la tarde en la que Arturo le ajustaba las letras. Las sillas verdes de la terraza las ha recuperado Carlos Galán, el hombre culto que hizo de la música independiente un motivo de dependencia. Y me imagino que la nueva clientela no hablará de libros ni gramática, sino de 'sunsets' y cirugías, mientras se toman una hamburguesa 'smash' de quinta gama y sacan su tarjeta de embarque para los días que faltan en París. Porque si Madrid pierde un sitio como el Café Gijón se debe, principalmente, a que nosotros nos hemos perdido un poco también.
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Manolo Alcántara decía que «lo curioso no es cómo se escribe la historia, sino cómo se borra». Entiendo que el libre mercado escriba el paso del tiempo, pero no que las administraciones esquilmen nuestra memoria porque manda la pasta. Supongo que al final el Gijón no muere, solo cambia de manos, como cambian los barrios y las ilusiones. Lo jodido es que ahora todo tiene precio y casi nada tiene valor. El mármol de las mesas servirá para apoyar móviles, no cuadernos. Ya no se hablará de redondillas sino de trucos para estirar bien el gepeto. Las voces se irán borrando entre cócteles y el eco de los poetas sonará a ruido viejo, a fondo de Spotify con ritmo de reguetón. Pero el alma del sitio, esa mezcla de humo, tinta y mala leche, quedará flotando por encima de los turistas, como un fantasma que no se resigna a pagar la cuenta.
El dinero compra paredes, pero no el temblor que las escuchó discutir. No compra la última copa de un escritor arruinado ni la carcajada de un camarero que se sabía todos los secretos. No compra el olor de las madrugadas ni el fracaso elegante de los que soñaban allí con ser alguien. Eso no se traspasa, se extingue. Y quizá esté bien que duela. Que nos duela un poco perderlo, para recordar que una ciudad sin memoria es solo un decorado, y que los cafés —los de verdad— no se cierran: se quedan esperando por si algún día el dinero se olvida de venir.
Pero Madrid es canalla y eso no lo han previsto las hojas de cálculo ni los estudios de mercado. Madrid no se deja entender tan fácilmente como una terraza en las islas o en el paseo marítimo de cualquier otra parte. Por mucho capuchino que nos suba el precio del Café, la ciudad se reserva el derecho de admisión de todos aquellos que vinieron a forrarse. ¿O acaso se piensan que esta ciudad es cualquiera?
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