Bares cerrados y varados en el tiempo: «Están igual que en 1975»

Pese al recuerdo difuso de los vecinos, el calendario de papel clavado en la pared anticipa que el bar cerró entre septiembre y octubre de 2016. Desde entonces, nadie ha pasado la página. En los últimos años de vida, rememora otra mujer, la escena era siempre la misma: el dueño, tres mesas y cuatro clientes jugando a las cartas. «Pasaba y los veía casi a diario. Ahora está igual, solo me faltan los personajes», describe. Desde la calle, las cristaleras permiten dejar volar la imaginación de cuantas historias allí acontecieron.

Un reloj de pared con la publicidad de toldos Marbella, la estantería metálica de pastelitos Bimbo, el grifo antiguo de Mahou... Nada parece haber cambiado en las últimas décadas. Su dueño, Antonio, se jubiló hace seis años y regresó a Ávila, su ciudad natal. Cuentan los más veteranos que ofertas para vender el bar ha tenido, pero que él nunca ha querido traspasarlo «porque le da mucha pena desprenderse de toda una vida».

Madrid, acostumbrada al cierre de comercios antiguos (que dejan paso a modernas franquicias o casas a pie de calle), cuenta con los dedos de las manos los establecimientos que echaron el cerrojo tiempo atrás y desde entonces han permanecido prácticamente inalterables. Más aún, si estos son visibles desde la calle . Este periódico ha localizado tres negocios donde las manecillas del reloj un día se pararon. Lugares de ensueño relegados al olvido, alejados de cualquier mapa turístico, pero historia, al fin y al cabo, de una ciudad que devora a pasos agigantados las barras de aluminio y los taburetes fijos. También las tapas, ubicadas siempre detrás del cristal, como mandan los cánones.

Visitado el Jamburg, en el distrito de Ciudad Lineal, la siguiente parada de esta particular ruta aparece en el barrio de Los Ángeles (Villaverde). En la confluencia de las calles de Eduardo Barreiros y San Luciano, una amplia taberna guarda el mismo aspecto desde que fuera cerrada hace al menos treinta años . El bar Palacios es un templo clandestino, que ya desde la vía pública deja entrever varios de sus tesoros. Por fuera, conserva los dos rótulos, letras rojas sobre fondo blanco, tipografía típica de los años 80. Así lo señala una mujer de avanzada edad, sin tener claro el motivo del repentino cierre: «No duró mucho tiempo, lo quitaron de la noche a la mañana». Para ser sinceros, uno de los citados letreros apenas publicita el nombre (B-A-R P-A-L-A-C-I-O-S) debido al vandalismo.

Los cristales semiopacos por los trazos de pintura blanca y la suciedad acumulada no impiden al fisgón asomarse por algunos de los recovecos y contemplar la inamovible estampa: barra metálica, colores recargados, máquina de café roja, techos con relieve y una antigua máquina expendedora de tabaco, típica de las décadas de los 70 y 80. Los moradores más longevos coinciden: el Palacios fue uno de los mejores bares del barrio . «Los dueños vivían en el octavo, pero hace años que vendieron el piso», apunta un vecino del portal contiguo a la vetusta cantina, sin poder aportar ningún detalle más.

Los dimes y diretes en la zona sobre el por qué del estado fantasmagórico del local no cesan. «Me parece que eran dos hermanos los propietarios», resume una comerciante, convencida de que la terna de herederos fue bastante extensa: «Con el único que hablamos una vez nos dijo que no lo querían alquilar». En todos estos años, han sido varios los que han preguntado sin éxito por la titularidad del local; tantos, que hasta una vez se presentaron unas personas con el objetivo de rodar una serie . «Estuvieron intentando localizar a los responsables, pero no dieron con ellos», añade la tendera. Una o dos veces al año, los dueños suelen abrir el Palacios y limpiar las puertas de entrada, donde afloran unos pequeños avisos posiblemente desfasados: «¡Atención! Este local está protegido con sistema electrónico de seguridad».

Fuera de la capital, un restaurante señorial saluda a los conductores al paso por el kilómetro 52 de la A-4 en sentido Madrid. Pero poco más. Desde hace una década, los grafitis inundan la fachada de un espacio cerrado y atrapado en una especie de vacío temporal. El oxidado letrero que anuncia el bar-restaurante otorga al paisaje un aspecto tétrico, decadencia de lo que un día fue y que ahora, a tenor de los materiales de obra acumulados en el interior, alguien pretende reflotar. Fue abierto en 1992 por la familia del emblemático El Rana Verde, hoy situado en el corazón más turístico de Aranjuez . En aquella época, sin embargo, el restaurante original estaba al lado de la carretera nacional, lo que llevó a los dueños a temer la pérdida de gran parte de la clientela con la inauguración de la A-4, cuyo trazado rodeaba al municipio arancetano.

Por ello, estrenaron La Rana Verde, en honor a su hermano mayor, que debe su nombre al patriarca de la familia, ‘el tío Rana’. Un flamante negocio que nunca llegó a funcionar a causa del cambio de paradigma: en la carretera, los clientes buscan comer rápido y barato , dos condiciones que los hosteleros del El Rana Verde, levantado en unos terrenos cedidos personalmente por el Rey Alfonso XIII, nunca cumplieron. El establecimiento cambió de manos y aguantó algunos años más hasta que llegó lo inevitable. Bares, qué lugares, aún cerrados y varados.