Acotaciones de un oyente

Tenemos que hablar de Armengol

Se superó con un discurso sectario, rudimentario y táctico en el que solo faltó, de fondo, la música de la clase de pilates

El Rey pide a los políticos «una España sólida y unida, sin divisiones ni enfrentamientos»

Armengol defiende ante el Rey los pactos de Sánchez para la investidura

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Ilustración: Rodrigo Parrado

Parecía complicado empeorar su última intervención, la de la jura de Leonor, pero vaya si lo consiguió. Contra todo pronóstico, Francina Armengol se ha superado a sí misma en la apertura de la XV Legislatura al pronunciar un discurso sectario, rudimentario y táctico en ... el que solo faltó, de fondo, la música de la clase de pilates. Y el olorcillo a 'trujas'. Tenemos que hablar de Armengol. Yo tengo la sensación de que nadie le ha explicado que es la tercera autoridad del Estado y por eso se comporta como si estuviera en un acto de partido de modo constante. O peor aún: como si su papel institucional se limitara a leer en bucle el manifiesto de una 'manifa' de izquierdas, con sus abajofirmantes, sus actores secundarios y sus rimas.

Cuatro momentos estelares en una intervención para olvidar. El primero al hablar de las Cortes de León como origen del parlamentarismo, para que el pueblo -es decir, ella- no estuviera sometido al poder -el Rey, a su lado-. En realidad, el parlamentarismo consiste en que el pueblo -nosotros- no nos sometamos al poder -ella, el PSOE, el Gobierno, Ferraz, ya todo es lo mismo-. Porque Francina ha puesto desde el primer día el Congreso a las órdenes de Sánchez. Como todos sus predecesores, puede ser. Pero nadie lo había hecho con tanta claridad, sin disimulo y sin intentar salvaguardar, al menos, la apariencia de neutralidad y de institucionalidad que requiere del cargo.

El segundo: su velado intento de explicar que el parlamentarismo está en riesgo por culpa de la extrema derecha cuando, en realidad, el único bloque que está intentando acabar hoy con la separación de poderes y supeditando el Judicial al Legislativo y ambos al Ejecutivo es el suyo, que es hoy la auténtica amenaza para el Estado de derecho en España.

Tercero: su intento de justificar de nuevo -esta vez sin citarlo expresamente- el concepto de soberanía popular al explicar que el pueblo ejerce su poder a través del Parlamento, como si el resto de poderes no fueran la expresión de la soberanía nacional. A ver, vamos a repetir juntos, Armengol: «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». Los tres. No solo uno. Los tres poderes emanan del pueblo. Y por ello no es el Legislativo quien ostenta el poder ni está justificado el atropello sistemático al resto de poderes.

Y cuarto: su indisimulado intento de equiparar democracia con izquierda, reivindicando una serie de medidas ideológicas y polémicas como sinónimo de avance. Su papel es reivindicarlas todas, puesto que todas son hijas del Congreso que preside. Reivindicar unas -las más divisivas- es ponerse de una parte, es decir, hacer exactamente lo que no debe. Remató con unos versos en catalán de Margarit, que es su manera de insistir en no referenciar nada en nuestro idioma común. La mitad del hemiciclo ni siquiera aplaudió tras un murmullo generalizado de indignación.

El discurso del Rey fue todo lo contrario: medido, sensato, prudente, reivindicando la responsabilidad, la convivencia y la Constitución. Apelando a la unidad de España, al entendimiento sin imposiciones y a la defensa de nuestra democracia como legado a las generaciones venideras, a las que debemos un futuro mejor. «La obligación de todas las instituciones es legar a los españoles más jóvenes una España sólida y unida, sin divisiones ni enfrentamientos», dijo. Y algunos no sabían donde meterse, claro. Y eso los que fueron, porque ERC, Junts y Bildu ni siquiera aparecieron. Podemos y PNV no aplaudieron. Esos son los socios de nuestro Gobierno. Y todos, presentes y ausentes, sometidos a las imposiciones de un señor en Waterloo. Bien: un día más en la oficina.

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