shambhala
Una sonrisa de complicidad
Queremos estar en nuestro barrio y estar bien. Durante años hemos dado por sentado que los vecinos de Tres Torres teníamos que andar por lo menos media hora para comer en un restaurante que tuviera algún sentido
Artículos de Salvador Sostres en ABC
Barra del Fleming
Fleming ha abierto en la calle del mismo nombre y ha desnudado en dos días el gótico falso de los restaurantes de la zona alta de Barcelona. Fleming no tiene pretensiones y hace lo fácil bien hecho. Está abierto siempre, de 8 de la mañana ... a medianoche, lo que es ya de entrada una demostración de respeto y de voluntad de servicio a los clientes. Fleming se basa en los derechos de los clientes, a los que atiende y agrada con un equipo de chicos muy jóvenes entre los que destacan Eric, Max y Víctor; y por supuesto Ferran Ferra y la bella Isabel como socios de Ernesto Farrés, empresario de referencia de la casa. Fleming es el primer puerto franco en la zona alta de Barcelona, colapsada de zanjas eléctricas y minas antipersona, en la que el cliente sólo puede elegir el grado de la crueldad con que quiere ser ejecutado.
En Via Veneto –por poner sólo un ejemplo de la devastación gastronómica que sufren los barrios nobles de Barcelona– los trabajadores se han rebelado contra los clientes. Tal como en el Barcelona de Josep Maria Bartomeu los jugadores intuyeron la inanidad presidencial y desangraron al club con contratos imposibles, hasta dejarlo al borde de la quiebra, en Via Veneto hemos pasado del señor Monje que se desvivía por su restaurante y sus clientes, a su hijo Pere que quiere vivir de nosotros y sus empleados se han dado cuenta y se han lanzado a por la cría débil y no pararán hasta despellejarlo. Via Veneto era el señor Monje coincidiendo a las 6 de la mañana en el gimnasio con el Padre Carlos, donde nadaba hasta las 6:45 para llegar a las 7:15 al restaurante y recibir a los proveedores. Via Veneto es hoy que yo me encuentre al hijo Pere desayunando en Mayor de Sarriá hasta pasadas las 9:00 y la mayor parte de los días he escrito el primer artículo antes de que él haya salido del bar. Los empleados, que huelen la sangre, saben lo del desayuno y le han exigido que cierre los domingos y los lunes y que los días que abren sea con horarios de oficina. Los proveedores, que saben que después de desayunar Pere saca a pasear a su perrito, aprovechan para descargar en Ganduxer lo que les sobra y a cualquier precio: no está el señor Monje y Pere está más ocupado en recoger las bolitas de su perro que de alejarlas de nuestros platos. Luego, a mediodía y por la noche, el chef nos apunta con sus bolsas precocinadas, envasadas al vacío y recalentadas con energía termonuclear, por mucho menos cerramos Ascó II, y son de lava las altas temperaturas que los platos alcanzan. Con las croquetas pasa al revés, que te llegan fritas por fuera y aún congeladas por dentro. Así compensamos. 250 por persona. Todo muy agradable, sobre todo los discursos del maitre sobre derechos sindicales. Muchas gracias.
En Fleming, Ernesto Farrés está cada día. Su socio Ferran Ferra, proveedor de jamones y demás embutidos, entre los que destaca una secallona con la que sólo puede competir la de Casa Cunilla de Barruera (y cuando no la envasan al vacío), se ha puesto hasta la chaquetilla de cocinero estos primeros días. «Jo quan vaig a dormir només penso en els porquets», dice en referencia a la materia prima de su negocio madre y el mismo acento leridano con que el señor Monje expresaba en sus años de esplendor su pasión por todos nosotros.
Los productos de Fleming son de nivel medio alto. Los proveedores son socios y los socios no están paseando al perro. La cocina es prudente y si los cocineros quieren hacer bromas, que no sé si quieren hacerlas, las hacen en sus horas libres. Cocina simple, sólida, bien hecha, sin más riesgos de los que puede permitirse, respetuosa con el humor y el dinero de los clientes. Yo no sé cuál es el precio medio, pero por 60 euros he comido estupendamente. La decoración, sin excesos, es sexy. La generosa barra de mármol, con sus cómodos taburetes, permite pasar horas. Fleming, más que un restaurante, es un cese de las hostilidades en un barrio cercado por Via Veneto a babor y por Sushi 99 a estribor, con Rabbit's y Café París como pelotones de fusilamiento para incautos, Isabella's cerrando la retirada por el norte y Camarasa por el sur, y esas bombas de efecto retardado que son Wilmot y Lombo para los pobres infelices que creían haber escapado. Ya extramuros y como francotirador está el Shanghai de la familia Kao, que te cobran por medio pato nostálgico lo que te bastaría para recuperar en el mercado negro el Rólex que a punta de pistola te levantaron en Sushi 99 los napolitanos. Entre tanta desolación, Fleming es una pequeña capilla costera donde unas cuantas familias de peregrinos podemos resguardarnos de los bombardeos. Ésta es una vida solitaria, llena de penalidades vayas donde vayas pero merece la pena si alguien se toma la molestia de tratarte bien. A diferencia de sus restaurantes vecinos, que se basan en los derechos de los trabajadores y hasta de los ladrones, Fleming gira alrededor del cliente, con una carta de vinos pagable pero no arrastrada, con sorprendentes detalles de calidad sin quererte atracar por ellos.
Queremos estar en nuestro barrio y estar bien. Durante años hemos dado por sentado que los vecinos de Tres Torres teníamos que andar por lo menos media hora para comer en un restaurante que tuviera algún sentido. También habíamos asumido que era normal pagar 80 euros o más para restaurantes de cocina excelente pero sin el servicio suficiente porque es demasiado caro o sin las más elementales prestaciones, como un extractor de humo en condiciones o un aire acondicionado preparado para paliar el infierno en que Barcelona suele convertirse –por decir lo menos– de finales de mayo a finales de septiembre.
Tenemos Fishh en San Gregorio, Massimo en la Via Augusta, Coure en el pasaje, a Adolfo en el Bonanova y este nuevo y querido Fleming. Ninguno de los cinco es ni pretende ser un restaurante de alta cocina ni mucho menos creativa, pero son la sonrisa de complicidad que nos infunde afecto, confianza y esa sensación, cada vez menos habitual y más extraña de que todavía les importa algo si estamos bien o mal y no sólo por lo que al final del día tengan pensado sacarnos.
La semana pasada cuando escribí el artículo centrado en la decadencia de Via Veneto, lo primero que hice fue mandárselo a Pere Monje con un muy cariñoso mensaje de whatsapp para que se diera cuenta y reaccionara. No me ha contestado. Si a tu mejor cliente vivo lo tratas con semejante desprecio no quiero ni pensar qué harás con los productos, que están muertos y no pueden defenderse.