'El vuelo del hombre', de Benjamín G. Rosado: el fin de mis sofocos

Afortunadamente, no volveré a pasar sofocos innecesarios cuando regrese a la patria de la madre carmelita y del premio Cervantes, porque un autor abulense, que apenas empieza a acariciar la cuarentena, ha obtenido el premio Biblioteca Breve con la primera novela que escribe. Al menos con su nombre, porque algunas biografías de Benjamín G. Rosado delatan su condición de periodista y de gestor cultural y (al menos con anterioridad) de «negro editorial» por cuenta ajena.

No obstante, no tengo claro que esa vinculación natal con Ávila esté arraigada en su árbol genealógico familiar o sea circunstancial. Ni tampoco si algunas novelas firmadas por otras manos estarán trufadas de palabras suyas. Lo que verdaderamente me importa es que hemos descubierto, gracias a un premio que en sus últimas ediciones se había dejado llevar (como tantos otros) por unos derroteros donde primaba más lo comercial que la calidad literaria y que agradecía los servicios prestados a la tropa reclutada en sus acuartelamientos en lugar de realizar tareas de descubierta para encontrar nombres nuevos y atractivos, a un narrador de un talento extraordinario que escribe con la categoría y la excelencia de un novelista maduro y consagrado. Un hombre que, haciendo honor al título de la novela, ha despegado para volar muy alto desde sus orígenes, aunque espero que no le ocurra como a Diego Marín, el joven filólogo protagonista de su novela, y tras un éxito prematuro, fulgurante, cosmopolita e inesperado, su carrera caiga en un ostracismo provocado, posiblemente, por el miedo a que su siguiente obra no esté a la altura de la que nos ocupa.

'El vuelo del hombre' es una novela de novelas, un libro de viajes encadenados y de aventuras trepidantes, donde lo real se mezcla con lo imaginario, donde el lector no es capaz de discernir muchas veces si lo que lee es verdad o nace de la ficción más deslumbrante, pues una pátina de convincente verosimilitud envuelve cuantos avatares se suceden a lo largo de la trama, posiblemente para defender que la escritura puede vencer siempre a la realidad. Sea así o no, Rosado posee ese don embelesador que obliga a seguir leyendo, pues no cesan de surgir milagros y prodigios deslumbrantes que hieren la mirada y entrecortan la respiración mientras que los cambios de escenario y de personajes pierden altura o recobran su capacidad metafórica para volar.

Nace la novela de una obsesión por el lenguaje humano y sus orígenes relacionados con el canto de los pájaros, y demuestra el escritor el respeto y el dominio que ejerce sobre ese lenguaje depurado y armonioso, que aporta con frecuencia rasgos metaliterarios a la trama, aderezados por un incuestionable conocimiento de los arcanos de la música y por un afán viajero que ha llevado a G. Rosado a conocer mucho mundo, un mundo que como los aviones o las aves que aparecen en el texto otea con una majestuosa perspectiva que le permite compaginar nombres de personajes y situaciones que se manifiestan; sin saber muy bien, por ejemplo, si los Luchos Ortegas o los accidentes de aeroplanos que se duplican son reales o reflejos espejados en la más pura fantasía. Y eso sin olvidar la brillantez, cadenciosa o cortante o sorprendente, con que abrocha los remates de cada capítulo, en la línea de esos cierres portentosos que caracterizan a tantos maestros del cuento iberoamericano contemporáneo. Tanto virtuosismo prolongado es una muestra más de que no nos encontramos ante un efímero producto de temporada, sino ante un manjar perdurable y predestinado a colmar las apetencias de los paladares más delicados. Un fruto en sazón que nada tiene que ver con los mecanismos editoriales que el autor critica en un momento dado y que sirven para promocionar artefactos encuadernados que son flor de un día.

Asegura Sara, uno de los personajes femeninos que habitan 'El vuelo del hombre', que 'Ciudad Café', la novela que procura a Diego Marín un éxito análogo al que acaba de obtener Benjamín G. Rosado, es deudora de un realismo mágico, pero liberado de su cruel costumbrismo. Acaso sea una buena manera de definir una novela sólida, envolvente, cautivadora, fascinante y que pone de manifiesto que, para alivio de mis sofocos, todavía le quedan firmes razones para la esperanza a las letras abulenses. Y a las castellanas.